Rentable para el Gobierno, ruinosa para la mayoría
El Mundo, 4 de mayo de 2023, p. 21
El Gobierno ha prometido construir miles y miles de nuevas viviendas, y sacar al mercado las que posee la SAREB. Sabe que la primera promesa es vacía, por no respaldarla con recursos presupuestarios y ser de competencia local y autonómica. También sabe que la segunda es inútil, porque las casas de la SAREB están ocupadas, o en lugares donde nadie quiere vivir.
Pero son mentiras blandas comparadas con las que contiene la Ley de vivienda que acaba de aprobar el Congreso. En esta miente desde el título: la bautizó por el derecho a la vivienda pero la hace inaccesible, en especial a los jóvenes a quienes dice proteger.
Con sus promesas de aumentar la oferta, el Gobierno reconoce que la escasez de oferta es el problema primordial. La causa es un marco normativo que impide construir nuevas viviendas y dificulta vender o arrendar las ya existentes. Pero, lejos de facilitar esas tareas, la nueva ley insiste en complicarlas.
Construir vivienda nueva en España es muy costoso porque los solares idóneos son escasos, tanto por razones naturales, derivadas de la densidad de nuestras ciudades, como artificiales.
Sobre las barreras naturales, poco cabe hacer mientras nos guste vivir apretados. En cambio, sí podríamos librarnos de las artificiales. Bastaría con matizar las exageraciones conservacionistas. Las ecológicas incluyen esas huertas contaminantes que aún rodean, por ejemplo, Barcelona. Las arquitectónicas, sus viejas fachadas, que tanto gastamos en preservar. Pero pierdan toda esperanza: el poder de sendas minorías egoístas garantiza que no nos enmendemos.
La buena noticia es que sería más eficaz aliviar la sobrecarga fiscal que sufre la construcción, en especial sobre el suelo, debido a un IVA que opera en cadena y a unos coeficientes expropiatorios. Por no hablar del coste necesario para engrasar licencias urbanísticas y superar los mil bloqueos que confronta toda promoción.
Por desgracia, la nueva ley no alivia estas dificultades. Incluso eleva diez puntos porcentuales los coeficientes de reserva de suelo.
El trato que damos a las viviendas ya existentes también favorece la escasez. Muchas permanecen infrautilizadas porque ponerlas en uso requeriría vender o alquilar, unas transacciones que tanto los impuestos como las leyes hacen muy poco rentables.
A diferencia de otros países, en España gravamos poco la tenencia, pues el IBI es relativamente bajo; pero mucho las compraventas. Nuestro impuesto de transmisiones (ITP) se sitúa entre el 11 % que puede alcanzar en Barcelona y el 6 % de Madrid, una cifra ésta muy superior al 1 % que ya consideran exorbitante en Estados Unidos. De ahí que el estadounidense medio cambie de casa cada siete años, lo que flexibiliza su mercado de trabajo. Súmele el gravamen de las plusvalías ficticias que genera la inflación, y empezará a entender que el responsable fundamental del precio de la vivienda no es otro que la hacienda pública.
Además, si la tenencia es barata y las transmisiones costosas, las viviendas no sólo permanecen vacías sino infrautilizadas. Nuestra clase media tiene múltiples residencias y mucho piso enorme sigue habitado por una o dos personas. Antes que vender, esperan a heredar.
La situación no es mejor con el alquiler, una vez que revertimos la liberalización de 1985. Sobre todo tras la regresión de los últimos años, con la práctica congelación de los alquileres y la tolerancia con la ocupación de inquilinos morosos. La nueva ley reincide en estas medidas, pues limita la actualización de rentas, extiende el derecho de prórroga del inquilino, dificulta los desahucios, facilita las ocupaciones, y permite a los ayuntamientos limitar los nuevos alquileres en zonas que consideren “tensionadas”, una tontería semántica que es la principal novedad de una ley que, en lo sustancial, sólo imita lo peor del pasado.
Las consecuencias de estas medidas no se han hecho esperar, pues quien se juega su patrimonio corre a protegerlo. Desde que el Gobierno derogó la cláusula de actualización de rentas y reactivó la tramitación de esta ley, la oferta de alquiler ha caído en picado y han subido las rentas. Se observa bien en esa ciudad pionera de todo delirio que es Barcelona. Desde 2015, la oferta en alquiler ha caído aquí a la mitad y los precios se han disparado. Desde 2019, el alquiler ha subido un 16 %, frente al 5,1 % de Madrid.
Pero los más perjudicados son los más débiles. Como era de esperar, la pretensión de proteger a los potencialmente vulnerables a cuenta de los propietarios ya está reduciendo sus posibilidades de contratar, pues estos últimos evitan alquilar a familias con hijos pequeños, las cuales, de quedar algún progenitor en paro, podrían convertirse en “inquiokupas”.
La gran pregunta es ¿por qué el Gobierno adopta leyes insensatas en las que no cree? Se nos presenta como un idealista lleno de buenas intenciones; pero no lo es. Sabe bien que el saldo de costes y beneficios sociales de esta ley es ruinoso; pero cree, con razón, que su saldo político es positivo.
Lo es por varios motivos. Respecto a la vivienda nueva y el parque público de alquiler, basta con los anuncios para hacer propaganda a bajo coste, pues serán los gobiernos futuros, autonómicos y locales, los que, si acaso, hayan de pechar con el incumplimiento de las promesas.
El caso de los alquileres tiene más enjundia. La ley viene a modificar los contratos vigentes, perjudicando a los propietarios arrendadores en beneficio de los inquilinos arrendatarios. Si esto fuera todo, tendríamos sólo un efecto distributivo: los propietarios perderían lo que ganasen los inquilinos.
Lo más grave es que provoca una enorme pérdida social a través de los contratos futuros. Todo arrendador potencial ajusta sus condiciones: sube precios, acorta plazos, evita inquilinos potencialmente vulnerables; o, simplemente, se sale del mercado, dedicando esa vivienda a fines socialmente menos valiosos. Y ni por asomo invertirá para alquilar. El legislador toma medidas para limitar esas reacciones, pero son sólo gestos para la galería. Por ejemplo, el nuevo gravamen a las viviendas vacías apenas eleva el coste de disimular que permanecen infrautilizadas. También pretende suplantar al arrendador privado, prometiendo crear un parque público de alquiler; pero no le asigna recursos y, de crearlo, sería una fuente segura de ghettos clientelares, racionamiento y corrupción.
Con todo, el saldo político es positivo para el Gobierno. Por un lado, en los contratos vigentes hay más beneficiados que perjudicados. Hoy, como en el franquismo, es rentable políticamente transferir renta de propietarios a inquilinos. Es por ese motivo por lo que la ley trata mejor a quien alquila menos de diez o, en zonas tensionadas, cinco viviendas; una diferencia cuya lógica es sólo la de contener la sangría de votos entre pequeños propietarios. Si el Gobierno persiguiera el bien común, favorecería al arrendador empresarial, indispensable para avanzar de un alquiler artesanal y fiscalmente opaco a un alquiler impersonal en el que se arrendaría todo tipo de vivienda con facilidad y transparencia.
Por otro lado, los efectos en los contratos futuros son menos visibles; y hasta es imposible verlos en aquellos contratos que ni llegan a celebrarse. Además, el propietario es más consciente del efecto que el inquilino potencial. Piensen en esa familia con niños en busca de alquiler. Aunque ellos sepan que no serán morosos, el propietario sólo les creerá si tienen un empleo seguro. En especial, un empleo público, lo cual sugiere a quién sí puede beneficiar esta ley.
El arrendador sabe bien por qué evita familias potencialmente vulnerables, mucho mejor que esas familias. Como éstas no lo saben, es fácil que hasta voten en contra de sus intereses; y, para confundirles más, no faltará el funcionario científico que, blandiendo la excepción de alguna circunstancia remota, intente disfrazar una ley injustificable, tanto en el plano económico como en el moral.
Hasta aquí, sólo sale el Gobierno. ¿Qué debe hacer la oposición? En el supuesto de que quiera gobernar, debe dar la batalla de las ideas. Aunque sólo sea porque la del populismo, a la que a veces pretende jugar, la tiene perdida: no es batalla para aficionados.