Lecciones de Trump

The Objective, January 26, 2025

La resurrección política de Donald Trump refleja el fracaso y la incapacidad de enmienda no solo del Partido Demócrata, sino de todo un consenso de élites políticas, intelectuales, empresariales y burocráticas que, incluso en Estados Unidos, tiene mucho de “europeo”. Este consenso, al ignorar las demandas de la mayoría y priorizar los gustos de diversas minorías —desde el voluntarismo identitario hasta la sacralización del medio ambiente o una inmigración subvencionada que genera selección adversa—, invita a que líderes ajenos al sistema puedan alcanzar el poder sin más que apelar directamente al electorado para “recuperar el sentido común”. Contra lo que algunos prefieren creer, Trump no es la enfermedad, sino el síntoma de una política convencional que se ha distanciado de las preocupaciones y deseos de la mayoría de los ciudadanos; una mayoría inestable y frágil, pero mayoría real.

Es muy discutible —y algún día deberíamos discutirlo— cómo recuperar el sentido común y si, a diferencia de lo ocurrido en 2016, Trump está o no en condiciones de lograrlo. En todo caso, no cabe duda de que tiene un mandato claro para intentarlo. También que las élites europeas deberían aprender de sus homólogas estadounidenses, que se negaron a entender el mensaje de la primera victoria de Trump, al que tomaron como una anomalía y contra cuya reelección lucharon en 2020. Su regreso, que descartaban tras el asalto al Capitolio, demuestra que no era un fenómeno pasajero. Pero su éxito solo se explica por los fracasos de la administración de Biden. Esta, en vez de corregir el rumbo, extremó todos los vicios que habían llevado a Trump al poder en 2016, desde favorecer a las minorías identitarias hasta abusar de su poder para perseguir a sus rivales y controlar a la opinión pública, llegando al extremo de negar la evidente discapacidad del propio presidente.

Los gobernantes europeos han cometido el mismo error al configurar una Comisión Europea continuista. Algunos incluso quieren redoblar la apuesta, usando la excusa de la competitividad para seguir los consejos del informe Draghi. Este apenas disimula su intervencionismo con suaves consejos desburocratizadores, priorizando la emisión de un volumen ingente de deuda a escala europea: cinco veces el de aquel inefable plan Next Generation EU, cuyos fondos no logramos gastar pero que pronto comenzaremos a devolver. Además de poner en riesgo la solidez del euro, su delirio keynesiano hipotecaría de por vida a los jóvenes europeos, y solo para que nuestros gobernantes dilapidasen esos recursos en sus proyectos favoritos: un 60 % en medio ambiente, un 33,3 % en innovación y digitalización, y el restante 6,7 % a defensa.

En los próximos meses, los líderes europeos tienen ocasión de enmendarse; pero no lo harán, a menos que se vean forzados por un descalabro electoral. En todo caso, éste puede ser solo cuestión de tiempo, pues el consenso vigente está en un callejón sin salida. Además de suponer un doble infierno fiscal y regulatorio, ese consenso incluye políticas que, en materia de energía, medio ambiente e inmigración, demuestran ser opciones minoritarias a medida que sus costes se ponen de manifiesto, cosa que sucede por el mero paso del tiempo, por crisis como la invasión de Ucrania o por la disrupción de nuevos agentes, como Musk o Trump. Sin un cambio sustancial de rumbo —que hoy por hoy solo se observa en algunos partidos socialdemócratas escandinavos—, ese proceso de desengaño asegura la pérdida de credibilidad del actual establishment y augura su desaparición al crecer fuerzas políticas alternativas. Nuestro futuro queda así en manos de cómo maduren estos nuevos partidos, lo mismo que el destino de los Estados Unidos depende hoy de si Trump sigue o no siendo el político inexperto que fue en 2016.

Esta situación acabará golpeándonos en España, y, si persistimos en nuestro ombliguismo, lo hará de forma pasiva, por sorpresa y de la peor manera. Esta misma semana, muchos medios se apresuraron a desmentir a Trump por situar éste a España entre los BRICS —Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica—, países con economías emergentes y políticas no alineadas con Occidente. Más allá de si lo de Trump era un lapsus o una indirecta, incluir a España en ese grupo podría ser incluso optimista, pues nuestro Gobierno se lleva mejor con las dictaduras de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Lo hace en su política exterior cuando mantiene retóricas y posturas extremas que no se explican ni justifican por sus méritos, lo que suscita sospechas de todo tipo; pero también en economía, porque gasta muy por encima de nuestras posibilidades, gracias al respaldo del BCE a nuestra deuda; y, sobre todo, en el plano institucional, porque ha desguazado la separación de poderes. No solo pacta con los enemigos internos y externos de España para mantenerse en el poder sino que endeuda a los ciudadanos para controlar y arruinar empresas estratégicas, como Indra y Telefónica; y multiplica el gasto en propaganda para reforzar su control de la opinión pública. Incluso pretende concederse un indulto preventivo y nombrar hasta un 25 % de jueces sin oposición, con la intención de que sean más dóciles con el poder.

Las derechas españolas deberían aprender a influir en Europa, pues el nocivo consenso europeo es lo que ha permitido a Pedro Sánchez amarrarse al poder tras la compra masiva de votos mediante gasto público. Un gasto que solo ha podido financiar gracias a la mutualización de la deuda a escala europea, tanto explícita, mediante el programa Next Generation EU, como sobre todo implícita, al respaldar el BCE nuestra deuda y silenciar así un riesgo de insolvencia que, sin ese respaldo, nos hubiera impedido endeudarnos.

Ciertamente, si las derechas españolas quieren liderar en Europa, primero deben liderar en casa. Por ejemplo, esta misma semana, mientras la derecha guardaba un cómodo silencio, el centroderecha se ha mostrado dispuesto a tolerar la compra de votos por el Gobierno, al mantener en su caso las subvenciones al transporte y seguir aumentando unas pensiones que no tenemos con qué pagar. También han criticado el asalto del Gobierno a Telefónica, pero no se han comprometido a desinvertir al llegar al Gobierno. Liderar es difícil; pero quienes ni siquiera lo intentan tienen poca autoridad moral para quejarse.