La vivienda escasea porque así lo queremos
The Objective, 23 de junio de 2024
Para comprar vivienda a crédito o alquilarla necesitamos contratar a futuro. Nos entregan la propiedad o la posesión a cambio de que paguemos el préstamo o la renta. Por eso, antes de contratar, estamos dispuestos a aceptar condiciones estrictas: por ejemplo, aceptamos de buen grado que nos desahucien si no pagamos.
Al pactar esas condiciones rigurosas, logramos un interés o una renta inferiores. Pero, una vez contratado el préstamo o el alquiler, cambiamos de parecer. Aunque hayamos dejado de pagar, agradecemos que el legislador o el juez nos mantengan en el uso de la vivienda.
Esta tolerancia con el impago total o parcial transfiere riqueza a nuestro favor a costa del banco o del propietario. Un estudio reciente en los Estados Unidos estimaba que el importe de esa transferencia se situaba entre un 11,40 y un 13,80 por 100 del valor de las viviendas alquiladas.
Pero bancos y propietarios aprenden de la experiencia y cambian sus políticas. Pese a que ese tipo de medida legal que ha proliferado en los últimos años suele presentarse como transitoria, saben que tienden a perdurar.
Su respuesta es inmediata. En las viviendas que ya poseen, suben los precios y ofrecen peores condiciones para compensar el mayor riesgo; o evitan éste de raíz seleccionando como deudores e inquilinos a aquellos que les ofrezcan mejores garantías personales. La oferta de vivienda es rígida a corto plazo, pero sólo en su realidad física, no en su realidad económica.
Además, a largo plazo, la respuesta es aún más radical, pues bancos e inversores tienden a prestar e invertir menos en vivienda. Tanto a corto como a largo, cae la oferta.
Esto es justamente lo que venimos observando tras haber empeorado la regulación de hipotecas y arrendamientos. La oferta ha caído no sólo en general sino también de forma selectiva. Por ejemplo, la ley intenta proteger a las familias vulnerables prohibiendo su desahucio. Como consecuencia, muchos propietarios se niegan hoy a alquilar a familias con niños, por ser vulnerables potenciales. Pero legislador y votantes mantienen sus ojos bien cerrados: nada tan hipócrita como lucrarse de ejercer la compasión a costa de los demás.
Otros propietarios dedican sus viviendas a alquiler turístico o de temporada. Y, de modo similar, menos compradores potenciales superan los nuevos criterios para acceder al crédito hipotecario. Lógico que la proporción de compras de vivienda que se financia con hipoteca ya sea menos de la mitad.
Estos efectos eran conocidos por jueces y legisladores populistas. Cuando reinterpretaban los contratos o promulgaban nuevas reglas, bien sabían los daños masivos que iban a causar, y que los beneficios irían a unos pocos afortunados y sólo en el corto plazo. Pero el juez recibía el aplauso de gran parte del público, y el político los votos que le permitían ganar las elecciones.
Además, éste silenciaba las protestas al presentar las normas como temporales, aún a sabiendas de que serían permanentes. También reducía su coste político mediante excepciones ad hoc diseñadas con ese único fin, como el excluir de algunas restricciones a los pequeños “tenedores” de viviendas en alquiler. Del mismo modo, ahora pretende disimular los daños con la promesa de prohibir los pocos usos libres que aún le quedan al propietario, como el del alquiler turístico. Probará todos los tratamientos sintomáticos antes de reconocer su error de partida.
Pero todo esto es sólo parte de la historia. Estos cambios legales y sus nocivos efectos operan sobre un marco legal que ya restringía artificialmente la oferta a muy largo plazo.
Baste recordar el tratamiento fiscal de la vivienda. Por un lado, gravamos mucho la construcción. El Consejo General de Economistas estimó el año pasado que los impuestos representaban un 28,8 por 100 del precio final de la vivienda nueva, y ello sin contar el coste de los coeficientes de reserva de suelo. Por otro, los impuestos pesan mucho más sobre las transmisiones (ITP, plusvalías) que sobre la tenencia (IBI, IRPF), lo que incentiva la infrautilización, al desanimar la venta y transformación de los inmuebles.
Por supuesto que los cambios en estas materias son dolorosos. Pero si no queremos cambiar, debemos aceptar las consecuencias. Imagine subir la recaudación por IBI en una cuantía similar al descenso que sería deseable en las cargas que pesan sobre las transmisiones. Semejante reforma no sólo afecta a la financiación de administraciones distintas sino que se enfrenta a uno de nuestros rasgos más arraigados: el anteponer y privilegiar las relaciones personales sobre las impersonales.
Pero esta afición al personalismo choca con el desarrollo y el bienestar a los que decimos aspirar. Además, si contemplamos el asunto en términos dinámicos, sucede que en las últimas décadas, lejos de avanzar, hemos retrocedido, pues elevamos los impuestos de transmisiones, gravamos las plusvalías artificiales que causa la inflación y, en algún caso, aliviamos las sucesiones, todo lo cual anima a mantener las viviendas en el seno de las familias. Reforzamos así una especie de “amortización” familiar que favorece un personalismo muy retrógrado.
En general, debemos ser más conscientes de los costes que comportan nuestras preferencias. Parece claro que el ciudadano es conservador en cuanto a lo ambiental y lo histórico. A diferencia de sus abuelos, máxime de quienes apenas si habían salido de las chabolas, le disgusta construir en altura y quiere preservar intacto el centro de las ciudades, e incluso su entorno. Por eso convertimos en intocables las huertas que las rodean o los humedales aledaños a algunos aeropuertos internacionales. Por razones sentimentales, algunas universidades hasta optan por preservar almacenes y barracas militares de dudoso mérito.
De gustos nada está escrito, por lo que todo ello sería más llevadero si entendiéramos que nada es gratis, y fuéramos menos contradictorios. No queremos construir en altura; ni derribar viejos edificios; ni construir en los pocos solares que permanecen vacíos; ni transformar en viviendas los antiguos edificios administrativos, industriales y de oficinas. Vale. Pero aceptemos entonces que, bajo ese cúmulo de restricciones, la vivienda tenderá a encarecerse bajo cualquier régimen regulatorio. Aceptemos, en suma, que el precio de conservar los centros urbanos incluye el que no podamos vivir en ellos.