La siesta de la derecha en el funeral de la socialdemocracia
The Objective, 14 de julio de 2024
Las elecciones al Parlamento Europeo demostraron que existe un gran descontento con los resultados reales de las políticas que genera el consenso socialdemócrata.
Pese a ello, el establishment político europeo ha optado por mantener el statu quo, renovando el pacto de los partidos de centro en las instituciones comunitarias, lo que promete una continuidad de políticas de la que sería tonto esperar resultados distintos. La italiana Giorgia Meloni se ha quedado aislada, tras fracasar en su intento de hacer virar esas políticas europeas a la derecha. Y el francés Emmanuel Macron intenta ahora replicar en Francia el pacto continental, excluyendo a la extrema derecha y pactando con la izquierda para intentar gobernar desde el centro.
En España, la situación es cambiante y parece estar simplificándose en el mismo sentido. Al menos desde diciembre de 2003, la antigua izquierda socialdemócrata ha preferido aliarse con la extrema izquierda y, desde 2018, con el antiguo terrorismo y las derechas separatistas, no por solapadas menos extremas. Eso descartaba reproducir el consenso centrista y nos condenaba a ser la avanzadilla de la deriva bolivariana, con los únicos frenos de una Europa en crisis y unos breves paréntesis de relativa sensatez popular. Los cambios recientes hacen menos improbable que, en ese aspecto, nos estemos europeizando. Por un lado, PP y PSOE han pactado la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Por otro, Vox acaba de romper sus pactos autonómicos con el PP.
En todo caso, la pista importante de este circo es la europea. En buena medida, la extrema derecha está aún en su infancia o adolescencia. Tiene, ya no programas, sino fundamentos históricos e ideológicos contradictorios y cambiantes, como bien revelan sus divisiones, titubeos y cambios de rumbo, lo mismo en España que en Europa.
Dada su inmadurez, su eventual llegada al poder presenta riesgos obvios. No tanto en términos de paz social, pues ésta ya es sólo más aparente que real, pues se sostiene en el silencio, la marginación y el trato desigual de una gran parte —quizá la mayoría— de la ciudadanía.
Es más grave el riesgo latente del peor intervencionismo económico, porque éste es capaz, por sí solo, de profundizar todas nuestras carencias y hundirnos en una miseria de proporciones argentinas. En este aspecto, las diferencias con la extrema izquierda podrían ser escasas: aunque quepa esperar de la extrema derecha un mayor respeto a la propiedad privada, no cabe decir lo mismo de la libertad contractual y comercial. Basta con mirar a nuestro propio pasado.
Esta situación pilla a la derecha europea con el paso cambiado, pues lleva décadas limitándose a gobernar para, en esencia, corregir los excesos previos de la izquierda; pero sin defender sus propias ideas y, a menudo, olvidándolas conscientemente. Incluso lo hicieron así Thatcher o Reagan, por mucho que la izquierda necesite convertirlos en líderes portentosos. Si bien ajustaron por un tiempo los parámetros del sistema, prolongando su vida, fueron ajustes temporales y apenas trocaron su estructura.
En buena medida, la derecha está hoy infectada de una socialdemocracia irreflexiva, trufada con elementos dispares, propios del proteccionismo corporativista y del emocionalismo precientífico de origen religioso. Carente de vertebración ideológica, su vértigo ante el desafío del momento histórico es de tal calibre que ni siquiera ha osado contemplar de frente la disyuntiva que se le ofrecía, entre continuar pactando con el centroizquierda o buscar nuevas alianzas a su derecha.
Si lo piensan, resulta lógico. No sólo por las carencias juveniles de la extrema derecha. A los actuales líderes de centroderecha, no sólo les es más fácil pactar con el centroizquierda. Al hacerlo, siguen una práctica de décadas. Los motiva la inercia y el Principio de Peter: durante muchos años, sus partidos no han necesitado líderes sino gestores. Lógico que prefieran gestionar la decadencia del modelo que arriesgarse a cambiarlo. En el mejor de los casos, gestionar es lo que saben hacer. También es lo más cómodo. Hasta parece sensato, porque a corto plazo logran una apariencia de estabilidad. En el caso peor, sólo aspiran a cabildear. Muchos de ellos, aunque aficionados a mandar, son alérgicos al liderazgo, que juzgan una osadía temeraria.
Por lo demás, el corto plazo es su hábitat natural. Se ajusta a su horizonte personal, lo mismo que al de aquellos votantes que sólo aspiran a prolongar la agonía de la socialdemocracia el tiempo suficiente para no tener que sobrevivirla. Pero el horizonte de sus partidos debería ser más largo, y éstos no debieran permitirles que, al prorrogar un sistema en crisis, se arriesguen a perder el protagonismo. Pactar con la extrema derecha hoy entrañaría riesgos, y ni siquiera está claro con qué partes de la extrema derecha les sería viable hacerlo; pero hoy aún podrían liderar el proceso. En cambio, el consenso alcanzado con el centro será especialmente nocivo si, como parece probable, posterga cambios que parecen contar con un apoyo mayoritario de la ciudadanía, desde el medio ambiente a la inmigración. Si es así, aún es probable que la derecha acabe pactando con la extrema derecha, sólo que lo hará dentro de unos años; y ya no como protagonista, sino como comparsa.
Si de verdad queremos sobrevivir, Europa —todo Occidente, si me apura— debe aspirar a un nuevo modelo y a un nuevo pacto social. Para ello, es crucial identificar qué partes del viejo consenso socialdemócrata merecen, más que conservarse, restaurarse: quizá un reequilibrio de la eficiencia y la equidad del sistema económico. No es tolerable que la igualdad de oportunidades sea sólo una excusa para el lucro de algunos rentistas y aprovechados. También urge eliminar las partes más nocivas de ese consenso. Es el caso, al menos, de las irracionalidades imperantes en el terreno ambiental, educativo e identitario. Junto con las excrecencias inútiles que esos dislates han generado en las administraciones públicas. Empezando por esa gran parte de la enseñanza que se ha convertido en una máquina de adoctrinamiento.
Pero no parece que los gestores de la derecha europea estén aún por la labor. En vez de transformar un régimen agotado, se conforman con disfrutar del poder —o de la oposición— unos pocos años. En el mejor de los casos, se conforman con gestionar la decadencia, en vez de liderar la esperanza.