La sed del arroz catalán
The Objective, 11 de febrero de 2024
Dos días antes de que la Generalitat de Cataluña declarase la emergencia por sequía, los pantanos de la parte baja del Ebro abrían sus compuertas para mantener su capacidad dentro de los límites de seguridad que exigen las lluvias previstas para los próximos meses.
Las restricciones introducidas por la emergencia van desde limitar el consumo diario por habitante a 200 litros a prohibir numerosos usos del agua, como lavar los automóviles, llenar las piscinas y regar los árboles, los jardines y los campos de golf. Llevamos así décadas: desde 2007, el consumo doméstico de agua ha caído en Barcelona un 12,36%.
Dado el elevado precio que pagamos por los usos domésticos, comerciales e industriales del agua, es dudoso que estas restricciones sean razonables. El problema es, más bien, que seguimos siendo incapaces de afrontar una contradicción esencial: mientras que las zonas urbanas de Cataluña se mueren de sed, en el Delta del Ebro se sigue cultivando arroz por inundación, un método que requiere cantidades ingentes de agua dulce, a razón de varios metros cúbicos por cada kilo de arroz, lo cual no impide que, insólitamente, algunos organismos lleguen a considerarlo ecológico con la sola condición de que no use herbicidas ni pesticidas.
Dudo que esa asignación del agua sea razonable desde el punto de vista social. Las 135.000 toneladas de arroz producidas estos últimos años en el Delta ya valen mucho menos que el agua utilizada para cultivarlas. Los pocos miles de regantes abandonarían el cultivo si hubieran de pagar por el agua una fracción minúscula de los dos a cuatro euros que pagamos por metro cúbico los millones de usuarios urbanos, industriales y comerciales. La diferencia se sitúa en un orden de magnitud tan alto que ni siquiera sería salvable jugando el comodín del autoabastecimiento, una excusa esta que, como mucho, sólo podría justificar el mantenimiento de una reserva estratégica.
La asignación actual del agua es fruto de decisiones políticas, explícitas e implícitas. Las más explícitas se refieren a embalses y trasvases. El Gobierno de Aznar ultimó un Plan Hidrológico que contemplaba trasvasar aguas del Ebro tanto al sur levantino como al norte catalán. Con apoyo de una Generalitat gobernada por un tripartito de izquierdas, ese Plan fue archivado por Rodríguez Zapatero, nada más llegar al poder en 2004; aunque, apenas cuatro años después, se planeara un nuevo trasvase del que sólo se construyó la mitad, de modo que hoy sólo garantiza el abastecimiento de Tarragona.
Las decisiones implícitas son menos conocidas pero más importantes. Sobre todo, las relativas a los derechos de propiedad sobre el agua, los precios que pagamos por consumirla, y el racionamiento y la propaganda que vienen a sustituir la función del mercado y sus precios.
La propiedad del agua está mal definida. De forma implícita, hemos dado en asignar ciertos derechos sobre ella como resultado de azares e intuiciones de mérito muy diverso. Por ejemplo, pese a que el Ebro lleva aguas cántabras, castellanas, vascas, riojanas, navarras, aragonesas, castellonenses y catalanas, desemboca cerca de Tortosa, y este hecho parece haber otorgado a los regantes del Delta cierta preferencia y hasta un derecho de veto sobre sus aguas.
No cuestiono esta atribución de derechos; pero sí el que estén mal definidos y sean inalienables. Aunque alguna vez se hayan negociado prestaciones, como los cuatro millones de euros que reciben los regantes del Delta por el agua que se trasvasa a Tarragona, no se contempla como regla la posibilidad de que las partes puedan comprar o vender agua. Es más, ni siquiera hemos dejado claro quién es su propietario. En el fondo, es esa indefinición la que genera todo tipo de costes e ineficiencias.
Observen que las transacciones voluntarias entre vendedores y compradores son el mecanismo que toda sociedad moderna utiliza para asegurar que los recursos acaben en aquellos usos en los que son más valiosos.
Observen también que la asignación inicial de la propiedad no determina su asignación final. Es más, cuando las partes pueden contratar libremente, los recursos suelen acabar en los usos más valiosos, cualquiera que haya sido su asignación inicial.
Sucede así porque todas las partes tienen interés en alcanzar los acuerdos que maximicen el valor total. No hay conflicto al respecto porque los precios ya se encargan de redistribuir ese valor entre las partes. Además, los precios —al contrario que las restricciones de uso— también permiten ajustar el consumo a la utilidad que éste proporciona a cada miembro de cada categoría de afectados.
Por el contrario, cuando asignamos los recursos mediante mecanismos políticos es la capacidad de presión de cada grupo de interés, junto con las emociones de unos votantes a menudo mal informados y las inevitables corruptelas que siempre acompañan todo racionamiento, lo que determina cómo se distribuyen recursos y ganancias entre cada grupo de afectados. Además, definir restricciones genéricas por categorías de afectados impide modular el consumo individual en línea con la utilidad que éste proporciona a cada individuo.
Sólo cuando nos prohibimos la posibilidad de comerciar acabamos consagrando derroches propios de nuevos ricos, como la solución de apagar la sed de los barceloneses con agua desalinizada en Valencia, y ello tras transportarla a Barcelona por vía marítima.
Semejante ocurrencia incurre en costes enormes, tanto económicos como ambientales; y sólo es viable políticamente porque los barceloneses hemos sido adoctrinados durante décadas con sucesivas campañas de propaganda institucional, pagadas con nuestros propios impuestos. Han sido tan eficaces que algunos hasta se sienten culpables porque creen que derrochan agua. Un agua por la que pagan un precio desorbitado pese a que, aun siendo potable, es de hecho imbebible, para delicia de ósmosis y aguas minerales, y con ingentes costes añadidos, económicos y ambientales. Pero no sufran por ellos. Todo creyente voluntario es feliz a su peculiar manera.