La reforma imposible de la educación
The Objective, 16 de abril de 2023
Merecen considerable simpatía quienes aceptan cargos públicos para servir al bien común, sobre todo cuando intentan aplicar un doble imperativo, científico y moral, para regenerar esta España tan olvidadiza del respeto que se debe a sí misma.
Viene esto a cuento porque Montserrat Gomendio y José Ignacio Wert acaban de publicar un libro excelente, disponible aquí en abierto, que es de estudio obligado para todos los que nos dedicamos a la enseñanza o tenemos algún interés en la educación. Gomendio, como Secretaria de Estado, y Wert, como Ministro de Educación entre diciembre de 2012 y junio de 2015 emprendieron la única reforma de la enseñanza digna de tal nombre desde 1970, o quizá antes; reforma que, tras su salida del Ministerio, fue ya paralizada por el Sr. Rajoy, con ayuda de esa gran fuerza renovadora que pretendía ser Ciudadanos, y más tarde revertida —salvo en materia de Formación Profesional— por los gobiernos del Sr. Sánchez, cuyas leyes de educación y universidades han logrado el difícil hito de empeorar una situación ya deplorable.
Con base en esta experiencia como altos cargos y, más tarde, como expertos en la división educativa de la OCDE, el libro intenta responder a la pregunta de “por qué las reformas educativas son tan difíciles de aplicar y tan fáciles de revertir”.
Según Gomendio y Wert, la política educativa debe basarse en una “evidencia robusta” pero constatan cómo en la mayoría de los países, y no sólo en el nuestro, la evidencia más sólida apenas se tiene en cuenta al aplicar políticas educativas, en contra del credo defendido por el estudio PISA.
Por un lado, pese a que los datos internacionales indican que los estudiantes no aprenden más en clases más pequeñas ni cuando los profesores están mejor pagados, muchas reformas dedican más recursos a reducir el número de alumnos por clase y a retribuir mejor a los profesores.
Así lo hemos hecho en España desde la Ley Orgánica 1/1990, de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE), aumentando un 35 % el número de profesores y reduciendo el tamaño de las clases, de modo que, incluso tras los “recortes” de 2014, el ratio de alumnos por profesor de secundaria era de 11:1 en España frente a un promedio de 13:1 en la OCDE. Pero los resultados han sido malos.
Ese gigantesco esfuerzo no ha evitado que, según las pruebas PISA, nuestros estudiantes salgan muy mal preparados; ni que, según las pruebas PIACC, también de la OCDE, las competencias de los adultos sigan siendo muy bajas. Lo más revelador es que las competencias de adultos permanezcan estancadas pese a haber aumentado tanto el gasto. En el ámbito universitario, las deficiencias son sonrojantes: las competencias promedio del graduado universitario español son similares a las de un neerlandés con educación secundaria. (Antes de resistirse a creerlo, observe que esas cifras comparan promedios).
Asimismo, pese a que los resultados de dar más autonomía a las escuelas dependen de cómo de eficaces sean los mecanismos de rendición de cuentas, muchos países tienden a dar autonomía sin mejorar tales mecanismos. Así lo hicimos en España con las universidades, logrando unos resultados penosos. También es frecuente que las autoridades intermedias secuestren la autonomía otorgada por el estado a las escuelas, como hicieron hace pocos años nuestras comunidades autónomas.
Por último, pese a proclamar la equidad como objetivo, se suelen aplicar políticas que la perjudican, al menos en aquellas dimensiones de la equidad que son menos del agrado de los decisores. Por ejemplo, en España éstos han venido rechazando, por discriminatoria, la diferenciación temprana de los estudiantes de secundaria en distintos estudios, sin atender a que, al hacerlo, condenaban a los peores estudiantes, que son también los más humildes, a repetir curso, aprobar sin haber aprendido, o abandonar los estudios, reforzando en todo caso la desigualdad.
Gomendio y Wert explican el que aún se apliquen estas políticas contrarias a la evidencia y al bien común por la fuerza de los intereses creados, en especial por el interés de los docentes. Analizan en detalle cómo a los profesores nos conviene reducir el número de alumnos por aula, recibir mejores salarios y trabajar en centros dotados de autonomía organizativa.
Como prueba, aducen su propio intento fallido de reforma, que contrasta con el éxito de los países del Este asiático. Estos últimos, pese a partir de una situación casi de analfabetismo, se han dotado en pocas décadas de unos sistemas de enseñanza modélicos, basados en premisas tradicionales y de bajo coste: por un lado, formar muy buenos maestros; y, por otro, disponer muchos alumnos en cada clase.
Ambas soluciones son opuestas a lo que hemos venido aplicando los españoles. Desde que en 1990 se promulga la LOGSE, además de reducir el tamaño de las clases hemos elegido profesores poco competentes, sobre todo en primaria. De entrada, la mayoría de los actuales maestros han sido malos estudiantes, con notas mínimas de Selectividad. En Magisterio, sólo han estudiado pedagogía, lo cual seguramente empeora sus competencias docentes. Además, a una gran número no se les ha contratado por sus méritos sino por mera lista de espera. Ello se debe a la importancia que ha adquirido la contratación interina y a la reiterada funcionarización de interinos sin someterlos a una evaluación rigurosa. La única vez que se los ha examinado, hace ya diez años, los resultados indicaban que muchos de ellos quizá estaban poco cualificados para enseñar: un 86 % carecía de los conocimientos que se suelen requerir de los alumnos a quienes habrían de dar clase.
Estos datos apoyan la tesis de Gomendio y Wert, pues sugieren que los intereses privados tienen una fuerza notable. Pero creo que su tesis es incompleta, y que puede marginar causas más fundamentales. Sospecho que, en el fondo, tenemos la educación que queremos los ciudadanos y, en concreto, los padres; pero, amén de ser ésta una tesis antipática, resulta tan enrevesada que mejor será dejarla para otra ocasión.