La peste arancelaria

The Objective, 6 de abril de 2025

La ofensiva arancelaria lanzada por Trump ha elevado los impuestos a la importación hasta niveles no vistos en décadas. Su magnitud ha sorprendido incluso a los analistas más escépticos. Las consecuencias inmediatas ya son visibles: parón inversor, desplome bursátil y anuncios de represalias. La probable recesión podría restar al producto global un porcentaje comparable al colapso de 2020. Es otra pandemia, esta vez de origen mental.

A diferencia del virus biológico, cuya contención fue cuestión de meses, la reconstrucción del comercio puede llevar años. En el mejor de los casos. En el peor, su descomposición puede lastrar el crecimiento global durante una generación.

Se trata de un virus mental porque los aranceles de Trump responden a una intuición tan extendida como equivocada: la de ver el comercio como un juego de suma cero, donde lo que uno gana, otro necesariamente lo pierde.

La meta de Trump parece ser que Estados Unidos no tenga déficit comercial, ni en términos agregados ni con cada país por separado. Bajo esta lógica, si el saldo comercial bilateral con, digamos, Alemania es negativo, la solución sería penalizar las importaciones alemanas hasta nivelar la cuenta. Pero castigar a Alemania por exportar mucho es como multar a un panadero por vender demasiado pan.

Semejante razonamiento ignora que el equilibrio comercial no es ni necesario ni deseable. Cuando un país importa más de lo que exporta, suele estar captando financiación del exterior. Estados Unidos ahorra poco, pero tiene muchas oportunidades de inversión: lo racional es que capte ahorro ajeno. Su déficit externo refleja que el resto del mundo financia sus proyectos. En contraste, países como Alemania acumulan superávits no por producir más, sino por invertir poco: su economía, encorsetada por decisiones políticas internas, ofrece pocas oportunidades rentables dentro de casa.

Incluso si un país fuese más eficiente produciendo todo tipo de bienes, le convendría especializarse. Si Estados Unidos produce gas natural y Alemania BMWs, tiene sentido que cada uno se concentre en lo suyo. La especialización les permite maximizar la producción total y obtener más de ambos bienes a través del comercio.

La retórica de la reciprocidad es igualmente falsa. De hecho, los aranceles de Trump no se basan en prácticas desleales ni en barreras concretas, sino en una simple operación contable: el tipo aplicado a cada país se ha calculado dividiendo el déficit bilateral por el volumen de importaciones desde ese país y luego se dividió el resultado por dos. Así, cuanto mayor es el déficit relativo, más alto es el arancel. Esta fórmula da por sentado que esos déficits (pero, en sentido contrario, no los superávits) reflejan un abuso y no una especialización productiva que, irónicamente, ha sido promovida durante décadas por los propios Estados Unidos. Como consecuencia, no castigan conductas, sino especializaciones. Son vengativos en el peor sentido: penalizan a los socios que han competido mejor.

Por ello, si las consecuencias económicas son graves, las estratégicas pueden ser aún peores. Estados Unidos no solo castiga a sus consumidores y debilita a su industria; también erosiona el papel que ha ejercido durante casi un siglo como garante —imperfecto, pero eficaz— de un orden comercial parcialmente basado en reglas.

Desde 1945, ese liderazgo se ha sustentado en algo más que en la fuerza: en la voluntad de cumplir acuerdos, asumir costes y arbitrar conflictos. La estabilidad del sistema —y, aspecto crucial, la especialización de sus socios comerciales, muchos de los cuales también han sido socios estratégicos— dependía de la previsibilidad de sus actos. Al dinamitar su compromiso con el libre comercio, Estados Unidos destruye su reputación y se excluye como garante del comercio y la seguridad internacional. Las hipotéticas ganancias que pudiera lograr al explotar la dependencia exportadora de sus socios son pírricas. Muchas de esas inversiones pertenecen a empresas estadounidenses y, sobre todo, el daño al prestigio del país es irreparable. Ese tipo de capital reputacional, una vez destruido, no se reconstruye fácilmente.

Esta renuncia a su posición central del sistema quizá se explique mejor si consideramos la trayectoria profesional de Trump y muchos de sus altos cargos. Gran parte de ellos han operado en un estado de derecho que les garantizaba el cumplimiento de los contratos y les permitía prosperar en los negocios incluso con reputaciones más bien dudosas. Al desdeñar el statu quo internacional, proyectan esa experiencia empresarial a un contexto donde esa lógica no se sostiene. Difícilmente comprenden que en las relaciones internacionales, donde no hay estado ni monopolio legítimo de la fuerza, la reputación es el principal mecanismo para asegurar el cumplimiento de los acuerdos. De hecho, en ausencia de la capacidad para emplear la fuerza, es el único mecanismo que hace cumplir lo pactado.

La respuesta de Europa, mientras tanto, ha sido una mezcla de gestos diplomáticos y represalias. Estas últimas pueden tener sentido como mecanismo de negociación; pero, si Estados Unidos no retrocede, Europa no debería elevar sus aranceles porque perjudicaría aún más a sus consumidores, empresas y empleos. Sí debería aprovechar la crisis para desregular y consolidar el mercado interno, reforzando así la competitividad, y facilitar el acceso de sus empresas a nuevos mercados (como Asia o América Latina) mediante tratados de libre comercio.

Pero no es probable que nuestros gobernantes sean capaces de asumir el coste político de abrirse ni de abstenerse de tomar represalias comerciales. Existe, además, el riesgo de que los oportunistas habituales usen la ocasión para acumular poder, repartir subvenciones discrecionalmente y reforzar así ese capitalismo clientelar que, bajo el disfraz de resiliencia, nos condena a la pobreza. Nuestro gobierno, siempre atento a aprovechar toda crisis en su provecho, ya se ha lanzado en esta dirección; y no es el único.

La política comercial es la nueva pandemia. Pero no esperen una vacuna. La buena noticia es que basta con la higiene: mantener la cabeza fría o, al menos, no perderla.