La nueva Madrid o la vieja Barcelona
The Objective, 18 de septiembre de 2022
La gente sensata que aún abunda en España cree que el próximo Gobierno debe acometer reformas cuyo denominador común es aumentar la competencia. Por desgracia, muchos de ellos creen que tanto esas reformas como la competencia deben afectar sólo a los demás. El futuro del país depende de que nuestros líderes sepan convencernos de que hemos de superar esa miopía egoísta. Han de liderar un plan de reformas que, tras pisar todos los “callos” posibles, nos coloque en la senda de desarrollo a la que decimos aspirar.
Ilustra esta trampa colectiva lo que ha sucedido en el Congreso con la reforma concursal, uno de los ámbitos de nuestra economía donde los agentes productivos (que no los extractivos) huyen del derecho, evitando por todos los medios la contratación formal y, aún más, acudir a los juzgados. No es un caso único. Es bien sabido que muchas actividades han huido del derecho laboral para encuadrarse en el derecho civil. Al actuar como trabajadores autónomos y subcontratados, ambas partes ahorran costes sociales y se libran de las rigideces que impone nuestra ley laboral.
También huyen del derecho concursal. Las grandes empresas lo evitan a toda costa, renegociando en privado planes de reestructuración con sus acreedores. Las pequeñas, aguantan como pueden hasta que echan el cierre por las bravas. Estos “cerrojazos” informales dan lugar a toda una economía concursal sumergida, ya que la mayoría de las empresas en quiebra cierra sin oficializar su liquidación. Se explica así que, en 2019, haya habido en Francia casi doce veces más concursos que en España, y que tengamos menos concursos que Portugal.
Nuestra pequeña empresa no acude al concurso porque es muy costoso, requiere administradores concursales y abogados, y está muy judicializado, amén de ser burocrático e ingenuamente garantista. Por ello, acertaba el proyecto de ley de reforma concursal al seguir las buenas prácticas internacionales, como las de la Comisión de la ONU para derecho mercantil o la guía de actuación del Banco Mundial. Inspirado por una directiva comunitaria, constituía así una rara avis en nuestro deplorable paisaje legislativo.
El proyecto disponía dos soluciones principales. Para las grandes empresas, facilitaba la reestructuración preconcursal, con una orientación privatizadora. Para las pequeñas, reducía costes mediante un ambicioso procedimiento simplificado. Además de acortar los plazos, el deudor podía actuar sin abogado ni procurador, y la administración seguía en sus manos excepto si los acreedores solicitaban o el juez disponía la intervención de un administrador concursal.
En las Cortes, ambas reformas han tenido una suerte dispar. Mientras la de las grandes empresas salió adelante sin apenas cambios, la de las pequeñas fue recortada notablemente, y por decisión casi unánime de los grupos parlamentarios.
Nuestros sabios diputados consideran que los empresarios no saben si les conviene o no hacerse representar por abogado y procurador. Por ello, han decidido obligarles a que, incluso en este procedimiento simplificado, los deudores estén representados por ambas figuras profesionales. Y que las pequeñas, aunque no las microempresas, hayan de formalizar notarialmente su plan de reestructuración, aunque éste siga un “modelo oficial que estará disponible por medios electrónicos”.
Nuestros ínclitos diputados también han acordado que el procedimiento simplificado, que iba a aplicarse a todas las empresas con menos de diez trabajadores y dos millones de euros de facturación o de pasivo, sólo se aplique a las de menos de 700 mil euros de facturación o 350 mil de pasivo. Este cambio favorece a los administradores concursales porque el procedimiento normal sí requiere obligatoriamente su actuación. El cambio es radical, pues son más las empresas que facturan entre el nuevo máximo de 700 mil euros y el antiguo de dos millones que las que facturan más de dos millones. Nuestros diputados han triplicado así la demanda cautiva potencial de los administradores concursales.
Es el camino erróneo porque proporciona dudosas ventajas momentáneas a unos pocos, pero garantiza la pobreza general en el futuro. Se puede observar ya al comparar un sector bien distinto y de actualidad: el del taxi. En Madrid, compiten taxis y VTC, los vehículos de transporte con conductor, como Uber o Cabify. Esa competencia no sólo beneficia a los usuarios, pues el aumento de la demanda beneficia a todos los implicados, tanto taxis como VTC.
En Barcelona, en cambio, el éxito de los taxistas en “capturar” a nuestros gobernantes locales y autonómicos expulsa a las VTC del mercado, pero también reduce la demanda del taxi. Lo está convirtiendo en un servicio marginal, un mal menor que los barceloneses usamos cuando no nos queda otro remedio, y que pronto servirá sólo a turistas despistados. Es un éxito igual de pírrico que el de nuestros notarios, abogados, procuradores, y administradores concursales: todos ellos seguirán disfrutando un monopolio regalado, pero cada vez más exiguo. Mientras tanto, insisten en criticar el monopolio… del taxi.
Estemos atentos. En los próximos meses, algunos de nuestros líderes habrán de elegir si nos proponen imitar a la nueva Madrid o a la vieja Barcelona.