La esperanza de la Justicia

The Objective, 30 de junio de 2024

In extremis y bajo la presión de la Comisión Europea, nuestros dos principales partidos alcanzaron el pasado martes un pacto para renovar y reformar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el órgano de gobierno de la Justicia encargado principalmente de nombrar los altos puestos judiciales. Tanto la renovación como la reforma presentan luces y sombras.

La renovación consistió en repartirse entre ambos partidos las veinte vocalías, esta vez a partes iguales. Este prorrateo demuestra una vez más la politización del gobierno de la Justicia. Pero tiene su lado positivo: según muchos juristas, la calidad media de los nombrados es aceptable y superior a la de los nombramientos previos para órganos de alto rango.

Tendrán ocasión de demostrarlo, no sólo con los numerosos nombramientos que han de decidir sino porque la reforma queda supeditada a que el nuevo Consejo alcance un acuerdo por mayoría cualificada y lo proponga a las Cortes. Dicho acuerdo resulta difícil de aceptar para el PSOE, cuyo rechazo curiosamente parece esperar el PP, a la vista de las declaraciones de su portavoz. Quizá incluso lo desean. Si fuera así, confirmarían que, en el fondo, no sólo el PSOE sino también el PP sigue queriendo controlar al Consejo, algo que por lo demás concuerda con el hecho de que, desde 1985, no haya aprovechado sus mayorías parlamentarias para despolitizarlo.

Por lo demás, subsisten dos sombras sobre el poder judicial que vendrían a reducir su independencia. La primera ya se ha manifestado con crudeza desde que el Tribunal Constitucional, un órgano de carácter político pero que además hoy ejerce ciega obediencia partidista, ha empezado a actuar como instancia judicial, al revisar las sentencias del Supremo en el caso de los ERES. De consolidarse esta fórmula, aunque lográramos despolitizar la Justicia “por abajo”, toda ella quedaría sujeta “por arriba” a la cambiante discrecionalidad política de cada momento. Antes de reincidir, los artífices de este dislate deberían imaginarse a sí mismos sufriéndolo el día de mañana.

La segunda es aún latente, pues proviene de la amenaza que representaría el fragmentar la Justicia y su gobierno, limitando las competencias del Tribunal Supremo, de modo que muchos asuntos agotaran su recorrido en los tribunales autonómicos; y creando pequeños órganos de gobierno judicial de ámbito autonómico. Como consecuencia, el nombramiento y la promoción de los principales jueces ya no dependerían de los políticos nacionales sino de los regionales. Tendríamos jueces dependientes de los caciques regionales, con lo que el riesgo de parcialidad aumentaría notablemente.

En esta circunstancia, hay pocos motivos para albergar alguna esperanza. Por un lado, el que la Comisión Europea entienda la magnitud de la fosa institucional en la que nos estamos instalando, y empiece a condicionar la continuidad de la ayuda financiera a un mínimo de reformas, en este y en otros terrenos igual de decisivos. La actual inestabilidad de la situación política europea puede depararnos sorpresas, y quisiera creer que serán positivas. Dudo que puedan ser peores que la continuidad del consenso centrista que lleva años condenándonos al estancamiento.

El segundo motivo de esperanza es la posibilidad de que el nuevo Consejo sea capaz de dar la sorpresa y alcanzar un acuerdo para elaborar una propuesta de reforma que venga a despolitizar el Consejo y que sería costoso tumbar en las Cortes. Mucho dependerá de que los nombrados estén a la altura del desafío y sean imparciales, tanto los unos como, sobre todo —vista la aparente alegría del portavoz del PP—, los otros; pero también de que logren pensar el problema fuera de los cánones habituales, dentro de los cuales parece difícil que puedan reconciliar posiciones.

En cuanto a la conformación del CGPJ, parece claro a estas alturas que la mera selección de los jueces por los propios jueces, amén de inaceptable para al menos uno y quizá ambos partidos, no asegura, ni mucho menos, su despolitización. Harían falta mecanismos más automáticos, que pusieran en pie de igualdad en cuanto a su promoción a esa mayoría de jueces que no están encuadrados en organizaciones politizadas. Además de requerir la obviedad de que toda promoción esté razonada y sea meritocrática, convendría otorgar un papel relevante a la insaculación o sorteo de una parte de las vocalías entre aquellos jueces que acrediten determinados méritos.

Yendo más allá, sería oportuno modificar los incentivos para el ejercicio de la función judicial, que presenta en España algunas características nocivas para la dedicación e independencia, desde un abanico salarial demasiado amplio a unas puertas giratorias en exceso elásticas y un sistema de acceso mejorable.

Por un lado, según un estudio del Consejo de Europa, retribuimos peor que nuestros vecinos a la mayoría de los jueces pero mucho mejor a los jueces de mayor rango, lo que incentiva a algunos a dedicarse a promover su propio ascenso —incluyendo a veces como medio el activismo judicial— más que a dictar buenas sentencias. Por otro, las puertas giratorias no sólo permanecen demasiado abiertas hacia la política sino también hacia la actividad privada, y no siempre con base en la calidad de las sentencias.

Por último, el sistema de oposiciones nos ha servido durante décadas para conseguir una “autoselección” que ha evitado el tipo de corrupción que la mayoría de los ciudadanos suele entender como tal; pero está demostrándose poco adecuado en un contexto en el que se ha extendido y deteriorado el contenido de las leyes. Como consecuencia, el opositor ha de estudiar más materiales y ha de memorizar una legislación —más que derecho— de pésima calidad. Además, muchas de esas leyes ahora demandan al juez que decida sobre la base de principios, y no mediante la aplicación de reglas. Poco a poco, hemos ido permitiendo y a menudo exigiendo a nuestros jueces que actúen como si fueran jueces del common law anglosajón. Surge así una contradicción, porque es dudoso que la formación que se evalúa en sus oposiciones los prepare para la tarea —más compleja y menos automática— de enjuiciar con base en principios. Por desgracia, nuestra experiencia con fórmulas alternativas, como el “cuarto turno” de juristas de prestigio, es mucho peor, lo que, idealmente, debería llevarnos a repensar qué tipo de leyes debemos promulgar de acuerdo con la tarea que es razonable pedir a nuestros jueces.

En todo caso, ambos asuntos —retribuciones y acceso— exceden el mandato del CGPJ, y requieren reformas de mayor calado. Pero éstas sí podrían formar parte del tipo de acuerdo que, si las instituciones europeas supieran a qué y con quiénes juegan, estarían en condiciones de empujarnos a adoptar.