La educación que queremos
The Objective, 23 de abril de 2023
Lo prometido es deuda, y las deudas mejor pagarlas pronto. Intentaré explicar hoy por qué dudo de que los intereses creados sean la causa primordial de que nuestro costoso sistema de enseñanza proporcione una educación de pésima calidad.
Esta explicación por el lado de la oferta es verosímil pero incompleta. Como cualquier otra actividad social, la enseñanza sufre conflictos de intereses. Pero esos intereses operan siempre y en todos los países. Lo grave es cuándo esos intereses son tan fuertes que llegan a capturar la enseñanza en beneficio propio. ¿Por qué el bien común triunfa sobre los intereses privados en Corea pero no en España? ¿Por qué triunfaban en la España de 1965 o de 1985? ¿Por qué son, en cambio, tan fuertes en los Estados Unidos, donde muchos colegios permanecieron cerrados durante la mayor parte de la pandemia?
Además, los profesores españoles no son homogéneos. En relación con otros países, su salario promedio es alto; pero también lo es su consumo de ansiolíticos y antidepresivos. Los “desertores de la tiza” que se dedican a planear el trabajo ajeno quizá sean felices; pero muchos docentes también son víctimas del sistema. Carecen de autoridad y su trabajo se ha trivializado. Más que docentes, son meros custodios que se limitan a sobrevivir.
Tiene más poder explicativo una hipótesis por el lado de la demanda. Cuando en España tanto los colegios públicos como los privados optan por una enseñanza lúdica, de bajo esfuerzo y escasa competencia, donde el desiderátum es que los alumnos “aprendan disfrutando”, es porque, digan lo que digan, a ello es a lo que realmente aspira la mayoría de sus padres.
En una versión más benigna, sus preferencias serían algo más realistas pero estarían atrapados en un mal “equilibrio” de normas sociales. Muchos querrían saltar a un mejor equilibrio; pero a quien lo intenta lo castigamos en el plano individual. Además, corre el riesgo de que su esfuerzo resulte baldío en el plano colectivo.
Numerosos indicios empíricos son coherentes con esta hipótesis de demanda, que en esencia ve a la educación como un consumo más.
De entrada, las encuestas de opinión nos dicen que en España imperan valores contrarios a la excelencia educativa. Comparados con nuestros vecinos europeos, despreciamos más la competencia y deseamos que pague más impuestos quien más gana, incluso cuando esas ganancias se deben a que se ha educado mejor. También somos más partidarios que otros europeos de gravar los ingresos antes que el consumo, y de gravar los ingresos de forma más progresiva.
De hecho, nuestra estructura fiscal sintoniza con estas preferencias igualitaristas. Por ejemplo, según la AIReF, tras la reciente subida de cotizaciones sociales, un salario bruto de 80.000 euros está gravado con un tipo total medio (IRPF más ambas cargas sociales) del 63 % (que a partir de 60.000 euros se eleva al menos a un 79 % marginal). Nos quejamos de que el “modelo productivo” no crea los puestos de trabajo a los que decimos aspirar; pero la verdad es que ese tipo de puesto requiere una inversión en capital humano que nuestra fiscalidad se encarga de hacer muy poco rentable.
Asimismo, la desigualdad entre autonomías en cuanto a rendimiento escolar, que equivale a un año de escolarización, también concuerda con que los ciudadanos de distintas regiones valoren tipos de enseñanza distintos. Así es que obtienen peores resultados académicos aquellas autonomías que dedican su sistema público de enseñanza a favorecer el ocio y cultivar su narcisismo identitario.
Por otro lado, la supresión de todos los sistemas de evaluación a escala nacional, incluida la progresiva dilución y la reforma de la selectividad universitaria, refuerzan engañosos mitos exculpatorios, por la simple vía de presentar a las generaciones más engañadas como las mejor preparadas.
Hasta la actitud de la derecha de no dar la batalla de las ideas en este terreno educativo, lejos de ser el error que suele creer mucho voluntarista, podría confirmar que la gran mayoría del electorado valora realmente la enseñanza más como consumo que como inversión.
Cierto que las familias gastan mucho dinero en servicios educativos, incluso gastan más en clases particulares; pero también es notable que muchas de las pautas pedagógicas que tanto han contribuido a reducir el esfuerzo hayan conquistado tanto colegios públicos como privados, pese a que a estos últimos cabe suponerlos más obedientes a la demanda de las familias.
Esas familias también gastan mucho y hasta se hipotecan para financiar el adiestramiento de un hijo que despunte en algún deporte. Incluso aplauden que los entrenadores le exijan esforzarse y ejerzan su autoridad sin cortapisas.
Semejante dispendio en lo deportivo sugiere otro motivo de que en todo lo demás domine la educación complaciente. Quizá muchos ciudadanos perciben a la actual sociedad española como poco meritocrática. Para ellos, esforzarse en la enseñanza tendría menos sentido que hacerlo en una actividad con instituciones relativamente independientes, como suelen ser las del deporte.
Antes de respirar aliviado, observe que esa hipótesis tampoco libraría de responsabilidad a los ciudadanos. Dada nuestra aversión a la competencia, la sociedad también sería poco meritocrática… porque así lo queremos.