La educación en una España que odia el mérito
Indicadores comentados sobre el estado del sistema educativo español 2025
El sistema educativo español está en crisis. A pesar de numerosas reformas y aumentos de gasto, España sigue muy por detrás de los países líderes en educación. Este retroceso preocupa a la sociedad y abre un debate sobre sus causas. Tradicionalmente vemos la educación como una inversión, lo que nos lleva a culpar del fracaso a los errores cometidos en las políticas educativas. Sin embargo, cabe plantear otra posibilidad: quizá el problema real no resida en esas políticas, sino en las preferencias de los propios ciudadanos.
Bajo esta hipótesis, la educación funcionaría más como un bien de consumo inmediato que como inversión a largo plazo. Estudiantes, familias, profesores y votantes priorizarían entonces su comodidad presente, sacrificando el esfuerzo necesario para aumentar la productividad futura de los jóvenes. Con independencia de su importe, el escaso valor del gasto educativo como inversión sería solo la consecuencia lógica de que, en su mayor parte, es gasto en consumo y no se dirige a aumentar la formación ni el capital humano.
Diversos indicios empíricos, tanto generales como específicamente educativos, apoyan esta hipótesis. Las encuestas sobre valores sociales muestran que en España sigue existiendo, en promedio, una fuerte aversión hacia la competencia y el mérito, mayor que en otros países europeos. Esto encaja con una fiscalidad que desanima el trabajo, el ahorro y la inversión, al gravar más las rentas que el consumo y establecer tipos impositivos y exenciones que penalizan el esfuerzo y frenan la actividad económica. ¿Para qué formarse si la mayoría de la gente cree que los mejor formados no deben ganar mucho más y el incremento retributivo, neto de impuestos, es reducido?
Esta interpretación encaja con los cambios observados en el sistema español de enseñanza, cuyo objetivo ya no se centra en mejorar la productividad futura del estudiante, como sucedía en el sistema liberal clásico, orientado a «instruir» más que a «educar». Aunque a menudo se presentan como meras restricciones, ahora predominan objetivos centrados en la autoestima o la felicidad inmediata del alumno. Para alcanzarlos, se emplean métodos que enfatizan lo lúdico («aprender disfrutando»), el consumo placentero («educación para el consumo») o técnicas como la «gamificación», que prometen un aprendizaje basado en el entretenimiento. Además, se recurre a la tecnología para evitar esfuerzos incómodos, como memorizar o repetir tareas hasta dominarlas. El estudiante ha pasado a ser usuario e incluso cliente, y no la mano de obra esencial que debe moldearse a sí mismo.
Estas preferencias impulsan políticas educativas que rebajan y disimulan la caída en la calidad del aprendizaje. Entre ellas destacan las dirigidas a: (1) ampliar y homogeneizar el acceso a la educación, suprimiendo diferencias según la exigencia académica, lo que genera una masificación que, con la excusa de la equidad, sacrifica la calidad y genera injusticia; (2) diluir los contenidos curriculares, justificándolo con argumentos supuestamente modernos (la memoria sería innecesaria, y bastaría con acceder a internet o con usar la inteligencia artificial); (3) facilitar el paso de curso con asignaturas suspendidas; (4) eliminar las evaluaciones externas, como las reválidas, o debilitar el valor informativo de pruebas como la Selectividad; y (5) maquillar los indicadores de rendimiento, midiendo el éxito por la tasa de aprobados, o evaluando la calidad docente según la satisfacción inmediata del alumno.
Muchas de estas políticas quedan reflejadas en este informe, para el que propongo un marco interpretativo abierto, por supuesto, a una discusión tan exigente como fecunda.
Un equilibrio de normas sociales perniciosas
Si el declive educativo responde a preferencias sociales con raíces profundas, debemos replantearnos tanto el contenido como las estrategias de reforma educativa. Si el problema surge de un equilibrio social favorable a la complacencia, no podemos esperar grandes mejoras solo con cambiar de gobernantes, aprobar nuevas leyes o firmar pactos educativos. Las reformas orientadas a elevar la calidad —como las de 2012— fracasaron al chocar con las restricciones políticas impuestas por esas preferencias sociales. No es casualidad que el ministro responsable de esa reforma fuese calificado como “el peor valorado de la democracia”. Entender la educación como consumo deja claro que ninguna reforma legal logrará resultados duraderos por sí sola, sin antes modificar esas preferencias o, al menos, reducir su peso político.
En cualquier caso, ya sea por cómo se articulan las normas sociales o por la ventaja política de unas preferencias sobre otras, en España parecen dominar las que conducen a una baja exigencia académica. Lo sugiere así, en especial, la generalidad del declive educativo, que se manifiesta tanto a lo largo del tiempo como entre distintos tipos de centro y, por tanto, bajo diferentes circunstancias políticas y organizativas.
Por un lado, aunque el principal deterioro de los métodos y estándares educativos se asocia a leyes impulsadas por gobiernos socialistas —en particular, la LOGSE de 1990—, su origen es anterior, remontándose a la Ley General de Educación de 1970, aprobada en el franquismo tardío. Esta ley ya establecía como objetivo «educar», en lugar de limitarse a instruir, y también buscaba reducir el fracaso escolar eliminando las reválidas. Por otro lado, los gobiernos del Partido Popular, tanto a nivel nacional como regional, apenas se esforzaron en frenar esa tendencia. Como resultado, las sucesivas reformas han consolidado un «efecto trinquete», haciendo irreversible el debilitamiento de la exigencia académica.
Por otro lado, la reducción de la exigencia no solo ha afectado a colegios públicos y concertados —más condicionados por la política educativa—, sino también a los privados. Sería razonable esperar que estos últimos, menos sometidos a decisiones políticas, ajustaran más su conducta a la demanda de las familias. Que la mayoría de ellos también haya adoptado estándares aparentemente menos exigentes sugiere que el problema no radica únicamente en las políticas educativas, sino en las preferencias ciudadanas que moldean la demanda educativa, tanto en el ámbito político como en el escolar.
Consecuencias a escala colectiva
Con todo, las controversias presentes en la opinión pública sugieren que las preferencias ciudadanas son heterogéneas y presentan una notable dispersión. Supongamos, para simplificar, que los españoles nos dividimos por igual entre productivos y complacientes, con visiones opuestas sobre el valor del esfuerzo, la inversión a largo plazo y el consumo inmediato. En esa sociedad hipotética, tanto las normas sociales como las leyes serían resultado de equilibrios complejos, condicionados por factores culturales, históricos y políticos, incluyendo las asimetrías informativas que dificultan las decisiones colectivas y las inevitables inercias y dependencias históricas (path dependencies) inherentes a todo proceso evolutivo.
Desde aproximadamente 2014, se constata un notable aumento de la polarización política, incluyendo una creciente dispersión en las opiniones sobre la meritocracia entre los votantes de izquierdas y derechas (2). Sin embargo, las opiniones promedio, relativamente aversas a la competencia, permanecen casi constantes. En consecuencia, todavía predominan hoy entre todos los grupos relevantes —en especial padres, profesores y estudiantes— equilibrios complacientes. En ellos, quienes menos valoran el esfuerzo arrastran a los más productivos a rebajar sus estándares o incluso a redefinir sus valores, ya sea para evitar conflictos o reducir su disonancia cognitiva. Es preciso revertir esta dinámica si realmente queremos construir equilibrios productivos, aquellos en los que quienes valoran el esfuerzo eleven las expectativas colectivas e impulsen hacia arriba a quienes priorizan la comodidad.
La polarización supone un desafío, pero también ofrece una oportunidad para ejercer un liderazgo transformador. Para aprovecharla, es esencial actuar simultáneamente en los ámbitos fiscal y educativo. Por un lado, la reforma fiscal debe dejar de penalizar el esfuerzo, el ahorro y la inversión, para empezar a incentivarlos. Por otro, el sistema educativo ha de implantar evaluaciones externas rigurosas, garantizar la libertad de elección de los usuarios y establecer mecanismos eficaces de rendición de cuentas tanto para profesores como para centros. Solo combinando estas reformas estructurales será posible revertir la dinámica actual y construir un sistema que premie el mérito y la responsabilidad, en vez de acomodarse a preferencias sociales que perpetúan el bajo esfuerzo.
Consecuencias a escala individual
Si estas reformas estructurales no llegan, solo queda actuar a escala individual para contrarrestar un entorno adverso. Los jóvenes que aspiran a un futuro mejor —y que difícilmente lo encontrarán en España si persiste nuestro conformismo— deben buscar entornos educativos exigentes, aunque ello implique renunciar a otros aspectos de su formación. Elegir el esfuerzo sobre la comodidad supone un sacrificio, pero funciona como la estrategia de Ulises atado al mástil: ayuda a resistir el canto de las sirenas que amenaza el largo plazo. Incluso aquellos atrapados en entornos académicos poco estimulantes deben buscar estándares más altos y retos adicionales, en lugar de acomodarse al mínimo común denominador.
Los padres conscientes del problema también pueden marcar la diferencia si aprenden a relativizar las calificaciones infladas, orientando así a sus hijos hacia metas exigentes y proponiéndoles desafíos adicionales que los centros no les ofrecen. Del mismo modo, los profesores pueden mantener estándares diferenciados, al menos para las mejores calificaciones, y plantear retos de aprendizaje adicionales. Estas son opciones viables, aunque al transgredir normas sociales anticompetitivas convenga practicarlas con discreción, a pesar de que, por desgracia, esa misma discreción acabe reforzando dichas normas.
Consecuencias en cuanto a los indicadores educativos
Son pertinentes, por último, dos apreciaciones sobre indicadores. Por un lado, la hipótesis de que la educación española ha dejado de ser un bien de inversión para convertirse en un bien de consumo concuerda con las estimaciones históricas sobre la productividad del trabajo: desde 1990, se ha estancado la productividad medida según ingresos, mientras continúa aumentando la estimada según años de escolarización (3).
Por otro lado, la viabilidad de la acción política en este terreno depende de la estructura de preferencias de la ciudadanía y del carácter mayoritario o minoritario de las normas sociales imperantes. Un análisis empírico orientado a descubrir dichas preferencias permitiría precisar cuál es su estructura real y si se distorsiona al plasmarse políticamente. En este sentido, las encuestas convencionales deberían ampliarse con preguntas específicas sobre tales preferencias y sobre los canales que las convierten en decisiones sociales —por ejemplo, mecanismos de representación e interacción con los centros educativos—. Asimismo, sería conveniente medir la evolución de la exigencia académica por tipo de centro, distinguiendo especialmente los privados. Idealmente, esto permitiría evaluar —mediante preferencias reveladas y no por meras opiniones— hasta qué punto existe discrepancia entre las preferencias reales y sus manifestaciones demoscópicas, políticas y académicas.
Notas
(1) Este comentario (publicado en Manuel T. Valdés, Indicadores comentados sobre el estado del sistema educativo español 2025, Fundación Ramón Areces y Fundación Europea Sociedad y Educación, Madrid, 67–71), resume argumentos desarrollados en el capítulo sobre educación de Benito Arruñada (2025), La culpa es nuestra, La Esfera de los Libros, Madrid.
(2) Véase, por ejemplo, Luis Miller (2023), Polarizados: La política que nos divide, Deusto.
(3) Leandro Prados de la Escosura (2024), A Millennial View of Spain’s Development, Springer.