La droga de Draghi
The Objective, 3 de noviembre de 2024
Algunas obras intelectuales deberían incorporar un prospecto como el de las medicinas. En él advertirían a los usuarios cobre cómo deben aplicar sus ideas y recomendaciones, en qué condiciones resultan contraindicadas y, sobre todo, qué efectos indeseados comportan.
Sospecho que es éste el caso del informe coordinado por Mario Draghi sobre “El futuro de la competitividad europea”, el cual, desde su publicación hace mes y medio, ha despertado inusitado interés, especialmente entre quienes confían en lograr alguna de las subvenciones, aranceles y demás privilegios en que vendrán a concretarse sus propuestas.
Como analicé en dos tribunas anteriores, Draghi nos invita a reincidir en el intervencionismo que lastra a la economía europea e incurre de lleno en uno de los errores que critica: pese a reconocer que los gobiernos son ignorantes y se dejan capturar por intereses creados, defiende que la Unión Europea, en vez de actuar con neutralidad y reducir las cargas de todas las empresas, favorezca sus sectores favoritos, los relacionados con la transición energética y la innovación digital.
Propone, además, que lo haga a lo grande: durante cinco años nuestras administraciones públicas asignarían inversiones por valor de 800.000 millones de euros al año, lo que equivale a repetir cinco años seguidos ese inefable plan Next Generation EU cuyos dineros no sabemos gastar, pero que ya empezaremos a pagar en 2028.
Esta enriquecedora discusión albergada por FEDEA me lleva a añadir una tercera crítica: el informe ni siquiera proporciona una base idónea para analizar la situación europea, por lo que no sólo llevará a errar en el diagnóstico y en la solución sino incluso al identificar prioridades.
El falso desafío existencial
De entrada, porque el informe presenta el déficit de productividad y crecimiento como el principal desafío de Europa. En su primera página, llega a afirmar que “[l]os valores fundamentales de Europa son la prosperidad, la equidad, la libertad, la paz y la democracia en un entorno sostenible. La UE existe para garantizar que los europeos siempre puedan beneficiarse de estos derechos fundamentales. Si Europa ya no puede proporcionárselos a su gente –o tiene que intercambiar uno por otro– habrá perdido su razón de ser” (cursivas añadidas).
Esta exageración es sorprendente y reveladora. Uno tiende a pensar que, al menos los europeos del Este confrontan en Ucrania una amenaza más grave e inmediata, sospecha que los demás europeos seguimos anestesiados por el “dividendo de la paz”, y teme que ambos sufrimos tal derrumbe de la natalidad que estamos en riesgo de extinguirnos.
Cabe también dudar de que el crecimiento sea un objetivo compartido por la ciudadanía. Ésta, al fin y al cabo, aúpa por doquier políticos cuyas prioridades son redistribuir rentas y minimizar los daños que sufrimos individuos y empresas, pero no sólo por mala suerte, como dice la retórica de la “red de seguridad”, sino como consecuencia de nuestros propios errores.
Con todo, el existencialismo de Draghi es revelador porque delimita el problema de Europa dentro de unos estrechos parámetros económicos. Sorprende que convierta una indefinida y tautológica “sostenibilidad” en derecho fundamental; pero aún más que niegue la característica central del modelo europeo: el hecho de que, para bien o para mal, en teoría, ese modelo sacrifica la libertad en aras de la equidad y la inclusión social y, ambas, ahora, en el flamante altar de la sostenibilidad. Por supuesto que los europeos hemos regalado mucha de nuestra libertad individual al Estado; el problema es que lo hicimos a cambio de un bienestar que de hecho cada día encontramos más elusivo. Desde esta perspectiva, el desafío sí es existencial, pero no para Europa sino para la variante más acomodaticia de la socialdemocracia, la que ha inspirado las políticas europeas de las últimas décadas.
Una engañosa referencia americana
Al elegir Estados Unidos como referencia central, Draghi también estrecha el campo de juego, en dos sentidos. Por un lado, escamotea el que Estados Unidos sufre buena parte de los mismos problemas que Europa (como un exceso de regulación y un grave déficit de infraestructuras), motivo de que sus resultados reales también se alejen de su potencial, por mucho que el privilegiado status del dólar le haya permitido sostener un déficit público doble e incluso triple del europeo.
Por otro lado, al tomar a Estados Unidos como principal referencia, prefigura que sólo se discutan soluciones de escala europea, lo que en Draghi acaba consistiendo en “más Europa”, entendida siempre como otorgar más poderes a Bruselas. Con la excusa de que es preciso coordinar nuevas políticas industriales, nos propone centralizar aún más decisiones en la burocracia europea y, en concreto, en la Comisión, que no por casualidad fue quien le encargó el informe.
Imagine, alternativamente, que el informe hubiera prestado atención a las notables diferencias que existen entre los estados miembros en cuanto a productividad, innovación, inversión y crecimiento. De haber seguido esa ruta, la recomendación no hubiera consistido en “más Europa”, sino en “menos Europa”, o en una Europa mejor coordinada, que no necesariamente más centralizada. La eurocracia sigue sin apreciar que el mercado es el coordinador por excelencia, y que funciona de manera descentralizada. Necesita de un Estado que facilite su existencia, pero sabe coordinarse solo y de forma automática.
La politización encubierta
Draghi propone una receta aparentemente económica, como es el que la Unión Europea incentive inversiones en ciertos sectores. Sobre todo, en transición ecológica, a la que dedica el 60 % de los fondos, mientras que en innovación y digitalización propone invertir un 33,3 % y en defensa el restante 6,7 %, unos porcentajes que, por cierto, desvelan sus verdaderas prioridades y contrastan con las del reciente informe Niinistö, que acaba de proponer un aumento del presupuesto comunitario asignado a defensa desde el actual 1,1 % hasta, al menos, un 20 %.
La receta de Draghi parece económica pero en realidad es política, pues serían las autoridades europeas las que dirigirían todo el proceso; y este carácter encubierto de la politización elude el problema esencial, que es la falta de legitimidad democrática y contrapesos en el funcionamiento de la Unión. Se trata de un doble déficit que condena al fracaso semejante aumento de atribuciones sin mejora alguna en la rendición de cuentas. Tratar este asunto como governance es un mero truco retórico que, al enfatizar una semántica en positivo, apenas esconde lo intratable del problema. En esa situación, el probable fracaso del plan Draghi y, más en general, del continuista consenso comunitario al que sirve, puede poner en riesgo la propia supervivencia de la Unión.
El exorcismo del pasado como licencia para reincidir
Por lo demás, el informe es lo suficientemente ambiguo, contradictorio y complejo para que pueda sustentar interpretaciones diversas a priori, así como proveer a posteriori todo tipo de excusas para justificar su fracaso. Ha sido alabado por su crítica a las políticas industriales precedentes, pero esa crítica era inevitable, por la larga serie de fracasos que acumulan nuestros grandes proyectos innovadores, desde el Human Brain Project a las baterías de la concursada Northvolt o los inútiles esfuerzos para la gestión de datos en la nube o la computación cuántica. No es probable que recuperemos más que una ínfima parte de los más de 60 mil millones de euros dedicados a este tipo de proyecto, y mucha de nuestra investigación básica es tan prolífica en publicaciones como parca en patentes y estéril en royalties. Describir las causas de estos fracasos y proponer cómo resolverlos es fácil; pero ello no significa que esas soluciones sean eficaces ni tampoco que vayan a ser aplicadas. Más bien, lo sensato sería aprender de la experiencia para cambiar radicalmente el rumbo y no tropezar de nuevo en las mismas piedras.
La verdadera función del informe
El plan Draghi es inviable por su tamaño y por la deseable negativa alemana a mutualizar más deuda pública; pero con sus ambigüedades y condicionantes, el informe proporciona a burócratas y políticos un auténtico arsenal de argumentos entre los que elegir. Al final, se quedarán con las recomendaciones dirigidas a proteger de la competencia sectores tradicionales. Lo más probable es que eleven aranceles, diluyan las reglas de concentración, permitan elevar más barreras políticas a las tomas de control y flexibilicen el régimen de ayudas estatales. Reducirán así los elementos más sensatos de la política industrial europea de las últimas décadas.
De concretarse ese riesgo, el coste sería mayor para un país como España, donde la separación de poderes, que siempre había sido débil, ha sufrido un ataque sin precedentes en los últimos años. Según crea que el gobierno es más o menos sabio y benevolente, uno puede confiar más o menos en la intervención estatal de la economía; pero necesariamente ha de confiar menos cuando la actuación del Estado carece de contrapesos. En ese caso, debe esperar que el gobernante —sea del signo político que sea— use esa intervención para sus propios fines, y no en aras del bien común. Por ese motivo, el informe es especialmente nocivo para España.