La censura en Internet
The Objective, 20 de noviembre de 2022
Tras adquirir Twitter a un precio muy por encima de su valor, Elon Musk ha emprendido otro takeover, éste cultural, al despedir a más de la mitad de sus empleados y exigir dedicación extra a los restantes. Con ello, ha provocado una crisis notable en esta red social, colocándola al borde del colapso técnico y la quiebra. Twitter ha perdido tantos ingresos por publicidad que Musk ha tenido que aprestarse a invertir 4.000 millones de dólares adicionales.
Asimismo, algunos usuarios han escrito tuits muy serios amenazando con abandonar Twitter; aunque la mayoría no se ha ido porque pesan mucho las “economías de red”: la utilidad que obtiene cada usuario aumenta al hacerlo el número total de usuarios. Temen perder a sus actuales seguidores y sufren graves dificultades para coordinarse y migrar todos a la vez.
Estos costes de salida dan poder a las redes, pues sus servicios carecen de buenos sustitutos. Eso les permite apropiarse de mucho del valor que generan, ya sea vendiendo datos o apurando las propiedades adictivas de sus servicios. La competencia es poco eficaz porque sus competidores tienen difícil prosperar ofreciendo experiencias mejores o menos adictivas.
Como consecuencia, las principales redes acumulan rentas de monopolio que distribuyen entre todos sus participantes. Los accionistas han obtenido ganancias notables, sobre todo los fundadores, así como los que aportaron capital antes de que cotizaran en bolsa, e incluso los que adquirieron acciones en la oferta inicial de venta. Pero no son los únicos rentistas, como sugiere el hecho de que, tras haberse reducido su plantilla entre el 60 y el 75 %, Twitter aún siga funcionando. Si no colapsa, habrá que preguntarse qué valor añadían los despedidos.
Tal parece que, además de disfrutar de excelentes condiciones de trabajo, muchos empleados han percibido cuantiosas rentas salariales a cambio de una productividad que, al menos en Twitter, llevaba años siendo cuestionada.
En ese contexto, no sería raro que, en complicidad con aquellos usuarios que les eran más afines, también hayan percibido un salario en especie al imponer sus preferencias ideológicas en cuanto a la censura de contenidos, una posibilidad que ayudaría a explicar su oposición a un Musk que es partidario radical de la libertad de expresión.
Aunque la evidencia a este respecto dista de ser concluyente (cf., e.g., este estudio sobre You Tube), algunos indicios confirman que, al menos en Estados Unidos y en línea con la opinión mayoritaria, Twitter ha sido parcial. Por ejemplo, de las 22 principales cuentas suspendidas en cinco años, 21 apoyaban a Trump y la única partidaria de Clinton fue suspendida por otros motivos. Resulta estadísticamente improbable que sólo violasen las reglas de contenido quienes apoyaban a Trump.
De ser cierto este sesgo, podría obedecer a que la mayoría de los empleados de las empresas de Silicon Valley son de izquierdas, como revela el que apoyen entre 7 y 20 veces más al Partido Demócrata que al Republicano. Se trata, además, de un izquierdismo ajeno al espíritu libertario que latía en la “ideología californiana” de los creadores de esas empresas.
Ciertamente, si los dueños de la red buscan maximizar beneficios, las preferencias de los empleados deberían pesar menos que las de los anunciantes. Éstos, como confirma su reacción ante los cambios en Twitter, son cautelosos y rechazan verse envueltos en polémicas que puedan poner en peligro la percepción pública de sus marcas. Dado que castigan más el error por defecto que por exceso, es lógico que las redes retiren demasiados contenidos, una prudencia reforzada por la cautela oligopolista que, en su afán por proteger sus propias marcas, impone Google y aún más Apple a las aplicaciones que distribuyen.
Pero, en cuanto a la calidad del debate público, la polémica no se sitúa en esos contenidos dañinos —sobre los que hay poco desacuerdo— sino en la neutralidad ideológica, una diferencia que se escatima al comentar la posición de Musk en cuanto a la política de moderación. La gran pregunta es si existe o no alguna razón por la que resultan más costosas para las tiendas de apps y los anunciantes las polémicas iniciadas por cuentas de una u otra ideología, lo que podría llevarlos a tolerar más el sesgo progre que parecen indicar los indicios empíricos. Es una pregunta muy cercana a las que plantean la antigua responsabilidad social de la empresa y su reencarnación posmoderna en la trinidad pagana del espíritu ESG (por Environmental, Social y Governance).
Pensemos que tanto la capacidad de compra como la fidelidad a las marcas varían entre los distintos grupos demográficos y políticos, lo que, desde el punto de vista comercial, puede hacer mucho más costoso disociarse de unos que de otros grupos. Si ese fuera el caso, la dependencia de la publicidad sesgaría la moderación de contenidos y, en última instancia, la libertad de expresión. La conformación de la opinión pública podría así acabar teniendo cierto carácter “censitario” a favor de aquellos grupos demográficos a los que por el motivo que sea (como, por ejemplo, disponer de más dinero, más tiempo libre y más educación formal, o tener empleo garantizado, o unas preferencias más radicales o lujosas) les cuesta menos comprometer la reputación comercial de esos anunciantes. Lo paradójico es que la operación libre de este mercado reputacional puede llevar a equilibrios políticos no sólo poco democráticos sino incluso peligrosos para el funcionamiento y hasta la subsistencia de la propia economía de mercado.
Desde esta perspectiva, la actual batalla por Twitter presenta connotaciones que desmienten los juicios simplistas que abundan estos días. Por ejemplo, no es descartable que esas variaciones entre grupos produzcan resultados distintos por países, sectores y contenidos. Es notable en este terreno el que se observe una relativa uniformidad de medios, pese a lo diferente de las reglas vigentes en distintos países.
Es también posible que las preferencias de los empleados determinen cierto sesgo, sobre todo cuando el contexto económico les sea más favorable, como ha ocurrido en los últimos años. Pero también que, pasado un tiempo, quizá con el cambio de ciclo económico, acabemos descubriendo que, en realidad, esas preferencias eran de hecho menos homogéneas (si no entre empleados, al menos entre usuarios) de lo que nos sugerían tanto la evolución reciente de las redes como el actual estruendo mediático.
Por último, como indica la resistencia de Musk a las presiones que ha recibido, tampoco es fácil prever el efecto de la concentración de la propiedad, por lo que los críticos con su papel en Twitter deberían recordar que grandes hitos del periodismo, como el Watergate o “los papeles del Pentágono” fueron protagonizados por empresas que eran propiedad de una sola familia.