La amenaza de una crisis bancaria
The Objective, 19 de marzo de 2023
Esta semana, de nuevo nos hemos despertado con el susto de una crisis financiera. Resignados, la contemplamos como un déjà vu, al modo de esas series televisivas que languidecen con cada nueva temporada. Pero nos convendría cambiar de actitud, pues la crisis y el desenlace de su primer episodio encierran lecciones valiosas, a varios niveles.
En el plano macroeconómico, ya habrá observado que han huido de redes y tertulias los argumentos keynesianos, aquellos que, en su versión más complaciente, daban por supuesto que debíamos remediar con “inyecciones” de dinero público las consecuencias de la pandemia o la guerra de Ucrania.
Las voces más sensatas defendían estos tratamientos como soluciones transitorias a corto plazo; pero incluso estas voces olvidaban que suelen convertirse en permanentes. A los políticos les resulta fácil introducirlas pero les cuesta mucho eliminarlas. Por eso procuran dejar esa tarea para sus sucesores, como está haciendo nuestro Gobierno con la complicidad de la Comisión Europea.
Su última hazaña consiste en aumentar las cotizaciones sociales para mantener el poder adquisitivo de las pensiones. No le importa encarecer así el empleo y poner aún más en peligro las pensiones futuras. Todo lo supedita a que, cuando lleguen las elecciones, los pensionistas más miopes estén felizmente dopados.
Cierto que no es el nuestro el único gobierno cortoplacista. Muchos países han inflado su burbuja de crédito barato y gasto público, a sabiendas de que tarde o temprano resultaría insostenible. Si la crisis estalló en Estados Unidos no es porque la banca o la economía europeas sean más sólidas, sino porque el Banco Central Europeo ha subido más despacio los tipos de interés. Le frena su temor a empeorar las cuentas públicas de los países más endeudados, incluida España.
Este keynesianismo pueril no sólo aplaza y agrava los problemas, sino que impide atribuir su causa: cuando estalla una nueva crisis, ya es imposible distinguir en qué medida se debe a la crisis original o a los paliativos empleados para aliviarla. Unido al sesgo de confirmación, el riesgo de que reincidamos en el error es por ello muy alto.
Sucede así a escala macroeconómica pero también en el terreno regulatorio. En el origen de cada crisis hay malos incentivos (el célebre “riesgo moral”) que en buena medida provienen de lo mal que se resolvió la crisis precedente, casi siempre con una mezcla ingenua de rescates inmerecidos y regulaciones inútiles.
Como las crisis anteriores, la de 2008 también generó una montaña de nuevas regulaciones financieras que pretendían mejorar los incentivos para contener el riesgo moral creado por los rescates. Pero, como era previsible, no parece que esa nueva regulación haya sido eficaz.
En el Silicon Valley Bank, los fallos han sido espectaculares. Sobre todo, porque sus supervisores no advirtieron que su estrategia de financiar con depósitos a corto plazo una inversión en bonos a largo y poco rentables creaba un grave riesgo de liquidez en cuanto subieran los tipos de interés. Máxime cuando la mayoría de sus depósitos excedía los 250.000 dólares asegurados y muchos depositantes eran empresas emergentes.
Tampoco sale bien parada KPMG, la firma auditora de los tres bancos californianos rescatados. Firmó sin salvedades las cuentas del 2022 de SVP el 24 de febrero, cuando sus depósitos llevaban cayendo desde el segundo trimestre de 2022 y pese a que esa salida de fondos se había acelerado en febrero, lo que llevó a sus directivos a vender muchas de sus acciones en el banco y negociar una recapitalización urgente con Goldman Sachs. Aunque era posterior al cierre del ejercicio auditado, esa salida ponía en peligro la supervivencia del banco, por lo que este riesgo debería haber figurado en el informe de auditoría.
Pero los auditores no son los únicos penitentes. Los acompañan las agencias de calificación de deuda. Moody’s aún consideró sólidos los depósitos de SVB el 8 de marzo, una horas después de que el banco anunciara la venta de activos que precipitó su quiebra.
Incluso en competencia, tanto la auditoría de cuentas como la calificación de deuda son sistemas imperfectos. Pero su regulación y su uso obligatorio suelen generar una peligrosa brecha de expectativas y, al regalarles un gigantesco monopolio, acaba por convertirlos en triviales.
Ante estos fallos en la regulación bancaria y en los servicios de auditoría y calificación, mucho analista se obstina en reincidir en el error, extendiendo y reforzando una vez más la regulación. Olvida que su eficacia no depende tanto de su volumen ni de cómo sea de restrictiva, sino de los incentivos que pesan sobre regulados y reguladores.
Este “menos es más” regulatorio ha tenido en este caso una manifestación que no por ser algo cómica es menos reveladora. Mientras violaban los principios más elementales de prudencia financiera, tanto SVB como los otros bancos rescatados han cumplido de forma exquisita el catecismo woke de los requisitos medioambientales, sociales y de gobernanza (el credo “ESG”, por environmental, social y governance).
El consejo de administración de SVB era así un modelo de inclusión y diversidad, pero no parece que sus virtuosos atributos ESG contribuyeran a dotarle de una estrategia sostenible. Este hecho suscita doble preocupación porque esos atributos, muy conectados a su cuantiosa inversión en relaciones políticas, sí han servido para convencer a reguladores y responsables políticos acerca de que la quiebra de SVB suponía un riesgo de contagio “sistémico”. Un riesgo muy dudoso, pues los fondos que salieron de SVP se han ido a los grandes bancos; pero ha sido la excusa para rescatar a sus poderosos depositantes, a costa de todos los demás usuarios de servicios bancarios.
Una vez más, se demuestra que el postureo ESG, como sucedía con la antigua “responsabilidad social de la empresa”, no sólo politiza la empresa sino que distorsiona la política. El asunto tiene traducción directa en la Unión Europea, sobre todo por el contraste observable entre sus regulaciones sustantivas y decorativas. Entre las sustantivas, vemos que siguen parados elementos que serían esenciales para completar la unión bancaria, como una armonización más efectiva de la supervisión y, sobre todo, el disponer de un seguro de depósitos a escala europea.
En cambio, sí acaba de aprobarse una nueva directiva para ampliar y extender de 11.700 a 50.000 empresas las obligaciones de publicar y auditar información no financiera. Se trata de una información que tiene un valor dudoso para los accionistas y para el conjunto de la sociedad, pero que es sin duda muy rentable tanto para las kpmgs que auditen a esas 50.000 empresas como para aquellos directivos que deseen gastar el dinero de sus accionistas en satisfacer sus intereses privados favoritos.
Por lo demás, como en ocasiones previas, al susto de estos días han sucedido declaraciones tranquilizadoras sobre lo sólidos que son nuestros bancos. Es cierto que están mejor capitalizados que las cajas de ahorros en 2008. También que, al revés que a SVB, a la mayoría les beneficia la subida de tipos. Pero sí es de temer que esa subida perjudique a sus clientes, por lo que, al aumentar la morosidad, también acabará reduciendo los beneficios bancarios.
Cierto también que nuestros principales bancos ya son poco españoles, pues hacen la mayor parte de su negocio en el extranjero. Están así menos sometidos a los avatares de una economía frágil. Pero sí son aún españoles a efectos jurídicos y regulatorios. Por ello, puede perjudicarles su pasaporte, al sufrir unas instituciones debilitadas por los abusos que les ha infligido el poder político estos últimos años. Su evolución bursátil en algunos momentos de la actual crisis confirma que pagan un alto precio por su nacionalidad. Cabe preguntarse durante cuánto tiempo estarán dispuestos a seguir pagándolo. No sería gran sorpresa que algunos de ellos optaran por imitar a Ferrovial y mudarse a países más solventes, tanto en el plano financiero como en el institucional.