Kamikazes en autobús
Voz Populi, 6 de diciembre de 2020
Al contemplar la situación económica y política de España, abundan los motivos para ser pesimistas, incluso catastrofistas. Baste recordar que lideramos en nuestro entorno el impacto negativo de la pandemia, tanto en mortalidad como en derrumbe económico. Pero existe una razón sólida para el optimismo, la cual, además, encierra un diagnóstico y una guía de actuación. No me refiero a la evolución sanitaria. El final de la segunda ola está ya dando lugar a una miope relajación navideña que anticipa una tercera ola. Tampoco a la llegada de la vacuna. Aunque, con suerte, acabe resolviendo la crisis sanitaria, su final replanteará en toda su crudeza una crisis política que está más viciada que nunca; y no duden que lo harán en el peor momento, justo cuando se nos revele la profundidad de la crisis económica.
Me refiero al despegue espectacular que protagonizó la economía española desde finales de 2013. Bastaron entonces unas tímidas medidas liberalizadoras junto con la contención (que no recorte) del gasto público para que nuestras empresas empezaran a crecer y crear empleo como en ningún otro país europeo. Recuerden que aquellas reformas fueron introducidas a contrapelo, tan solo como fruto de la condicionalidad europea, y que tanto la reforma laboral como los recortes de gasto se quedaron muy lejos de lo que aconsejaba el consenso reformista. Ni los gobiernos de entonces querían adoptarlas ni muchos de sus propios votantes las secundaban. Lo importante es que, pese a que nos reformamos tarde y mal —lo mínimo para que siguieran prestándonos dinero y financiando nuestro nivel de vida—, el sector privado no solo creció rápido, sino que creció como casi nunca lo había hecho: de forma sostenible.
Ese potencial de crecimiento del sector privado sigue ahí, aunque hoy esté más desaprovechado que nunca, pero no por la pandemia. Esta no deja de ser una anécdota en los horizontes empresariales que, a diferencia del cortoplacismo de los políticos, se expresan en décadas. Sigue desaprovechado por una política económica que —en buena medida, gobierne quien gobierne— pone en peligro las expectativas y desanima la inversión y el empleo. Una política económica contradictoria e intrínsicamente inviable porque propone un estado de bienestar que solo podría sostenerse con un sector privado mucho más libre y potente. Sin embargo, incluso algunos siguen viendo al sector privado como una amenaza para sus delirios totalitarios. Otros, en el mejor de los casos, como una vaca a la que ordeñar; pero, como solo les interesa el corto plazo, sin preocuparse por su salud.
Por eso, desgraciadamente, seguimos avanzando en contradirección, aguardando —los unos, con esperanza; los otros, con temor— el choque con Europa. No estamos aún en 2013, sino en noviembre de 2008, cuando ZP lanza su infame “Plan E”. Tenemos un Gobierno como el de entonces, que, lejos de hacer reformas que potencien la actividad empresarial, pretende seguir aumentando el peso del estado y el gasto público. Pero no culpen solo a este Gobierno: ¿podemos confiar en que hubiera sido muy diferente la política económica de los Rajoy, Montero & Guindos? Todos ellos obedecen a votantes que si nos peleamos mucho es solo porque nos parecemos demasiado. Los españoles viajamos en un autobús en contradirección, pero la ruta la hemos elegido los viajeros, no el conductor.
Mi optimismo es, por tanto, potencial, condicionado y hasta un tanto contradictorio: reside exclusivamente en la actividad privada, pero las circunstancias políticas y sanitarias aún favorecen la expansión del sector público. Pese a que el Estado carece de fondos y de capacidad de endeudamiento, nuestros vecinos europeos siguen, de momento, concediéndonos un crédito que no nos concede ningún otro acreedor (incluidos quienes más despotrican de “los mercados”). Además, subyace a ese optimismo una contradicción de fondo: tenemos un sector privado potencialmente muy fuerte, pero ya no el actual Gobierno sino todos nuestros gobiernos y la mayoría de los ciudadanos no se fía de él. Todos ellos prefieren confiar en un estado al que no paran de criticar y al que tampoco se esfuerzan por mejorar.
Se habla mucho de la ayuda europea para acometer nuevos proyectos de inversión, pero la verdadera ayuda es la que desde 2012 sostiene artificialmente nuestra deuda pública y, por tanto, nuestras pensiones y gasto público. Sin ella, nuestra prima de riesgo se dispararía y habríamos de aplicar recortes brutales. Es posible que, tarde o temprano, nuestros socios europeos condicionen ambas ayudas a la adopción de reformas estructurales. De seguir empeorando la situación sanitaria en otros países europeos, no sería incluso descartable que exigieran un replanteamiento radical de todo el paquete de ayudas, con el consiguiente cambio de sus prioridades y distribución. O que, tras negarnos los más favorecidos a aceptar ese cambio, optasen por reforzar la condicionalidad con el fin de bloquear las ayudas. Pero, en todo caso, la condicionalidad sustantiva es la que se activa a través de la prima de riesgo: la única a la que hicieron caso los gobernantes anteriores a Pedro Sánchez.
Las dudas que surgen son simples. Primera, ¿cuándo se agotará la paciencia de nuestros socios? Más en concreto, ¿cuándo considerarán que tensar la cuerda con el país más frívolo de Europa ya no compromete la estabilidad de la Eurozona? La segunda duda es qué hará en ese momento nuestro Gobierno. Dada su deriva en el último año, uno podría ponerse en lo peor, y pensar que sería capaz de plantear un órdago a los socios europeos. Tras perderlo, terminaría por sacarnos del euro, el desenlace que anhelan sus miembros más revolucionarios. La principal razón para el optimismo es lo mucho que la mayoría del Gobierno parece temer esa situación, motivo primordial —junto con su inveterado sectarismo— por el que ha sido relativamente tacaño con las ayudas públicas al sector privado (lo ha ayudado solo de forma selectiva y a la vez que le subía impuestos y cotizaciones sociales). Solo ha sido generoso, por el contrario, con su clientela de funcionarios y pensionistas, los únicos que estamos en verdad protegidos de los efectos económicos de la pandemia, y que incluso saldremos beneficiados si se confirman las expectativas de deflación. Es ese temor el que lleva al Gobierno a gastar menos que nuestros vecinos más endeudados. También mucho menos de lo que corresponde a su naturaleza. ¿Se imaginan lo que hubiera gastado este Gobierno si hubiera cogido el país con la deuda pública en el 40% del PIB, como en 2008, y no en el 96% que alcanzaba en 2019?
Ciertamente, en la medida en que esa tacañería selectiva esté condenando al cierre empresas rentables tendría consecuencias penosas. No obstante, dudo en qué medida está siendo así. El mercado tiene capacidad de distinguir entre problemas de liquidez y solvencia. Por tanto, tiende a financiar las meras crisis de liquidez empresarial, máxime en un contexto sin restricción de crédito. Creo también que, en buena medida, con razón o sin ella, el mercado está descontando que, cuando nos pidan que demos la vuelta al autobús, el Gobierno no se negará, amenazando con sacarnos del euro y causar una debacle económica. En suma, si estoy en lo cierto, la mayoría de los cierres se produce en empresas marginales, muchas de las cuales ya estaban condenadas y hubieran tenido escasas posibilidades de sobrevivir incluso sin pandemia. En consecuencia, si bien el reparto de ayudas es injusto (porque hace recaer todo el coste sobre el sector privado) ineficiente (porque, con la excusa de que son “estratégicas”, salva empresas que ya eran insolventes), los daños están relativamente contenidos.
Lo racional sería anticipar la condicionalidad. Una vez contrastado en cuestión de meses que los Presupuestos Generales del Estado son de todo punto inviables, nuestros vecinos europeos deberían exigirnos un cambio radical de dirección que incluyera reformas y recortes de gasto. El Gobierno —lo componga quien lo componga e incluso lo presida quien lo presida— podría entonces negociar un alivio en ese ajuste presupuestario, dedicando la totalidad de esas ayudas que hoy no sabemos ni cómo gastar a financiarlo, en vez de derrocharlas en proyectos de dudosa rentabilidad social.
Las ayudas están condicionadas a invertir en áreas muy queridas por nuestros chamanes intelectuales, pero hoy por hoy muy poco idóneas para nuestra realidad laboral y empresarial, como la transición ecológica y digital. Confirmando lo que los escépticos venimos diciendo desde el principio, las administraciones no solo no saben qué proyectos elegir, sino que se ven incapaces de gastar esos fondos. De ahí que hayan pedido ideas a todo tipo de buscadores de rentas, y que incluso hayan contratado consultoras especializadas para enseñarles a gastar. Si llegase a producirse, mucho de ese gasto no solo sería un derroche, sino que entrañaría graves riesgos de corrupción. Con todo, lo más grave es que, en vez de potenciar el sector privado productivo, favorecería la expansión del sector rentista, que es privado solo de nombre, pues vive de la subvención y el favor político: ese “estado de amiguetes” al que solo quienes aman la confusión insisten en llamar “capitalismo de amiguetes”.