Evitemos nuestro hundimiento colectivo
The Objective, 16 de junio de 2024
Como pronostiqué en su día, la Ley 12/2023 por el derecho a la vivienda está consiguiendo algo muy difícil: empeorar una situación que, si ya era mala antes, no hizo más que empeorar tras los paliativos introducidos para la crisis financiera y el covid. Recordemos que en 2013 Mariano Rajoy ya prohibió desahuciar a deudores vulnerables; y que, con el covid, Pedro Sánchez hizo lo mismo con los inquilinos, además de restringir de forma drástica la actualización de alquileres.
Estas medidas no fueron erróneas por su intención declarada sino por sus consecuencias reales. En tiempos de crisis, es lógico y necesario que atendamos a las necesidades de las personas vulnerables. Pero no lo es el cargar esa tarea colectiva en las espaldas de los operadores privados, como son los acreedores en el caso de las hipotecas o los arrendadores en el de los alquileres.
Amén de ser medidas injustas, pues atienden fines sociales que deberíamos financiar entre todos con impuestos con los recursos de unos poco ciudadanos, son falsas soluciones. Como mucho, pueden paliar el daño a corto plazo, pero acaban agravando el problema de fondo, pues generan un círculo vicioso: tras ser escaldados, esos acreedores y propietarios tienden a abandonar el mercado, lo que reduce la oferta y aumenta los precios. Los que no abandonan, seleccionarán con más cuidado a sus contrapartes, de modo que aquellas potencialmente vulnerables empiezan a tener muchas dificultades para encontrar vivienda.
Como a corto plazo estas medidas proporcionan un remedio eficaz, rápido y que —para el Erario— resulta gratuito, es tentador para los gobernantes adoptarlas con carácter temporal. De hecho, suelen limitar su vigencia a un tiempo determinado; pero a menudo esa temporalidad es una mera excusa para esconder la realidad de que están derribando sendos pilares del estado de derecho: el de que los contratos se cumplen y las reglas no son retroactivas. A menudo, los gobernantes mienten a sabiendas de que la temporalidad se tornará permanente. Cada año que pasa es mayor la diferencia entre la renta congelada o las cuotas que no se pagan y el alquiler o el precio de mercado. Saben por ello que, con el paso del tiempo, a todo político le resultará más y más costoso revertir la situación.
El asunto viene de antiguo. El Decreto Bugallal que congeló los alquileres en 1920 tuvo una importancia histórica, pues vino a finiquitar el régimen de la Ley de inquilinatos de 1842, el que hizo posible construir para alquiler la mayoría de los edificios que aún dan hoy lustre a los ensanches de nuestras ciudades. Pese a que el decreto tenía una vigencia de 18 meses, de hecho estuvo vigente hasta 1985 y, en algunos supuestos, mucho más tarde. De modo similar, la moratoria de desahucios por impago de hipotecas se introdujo en 2013 con una vigencia de dos años, pero ya se ha prorrogado hasta 2028. Esperemos que esta vez tardemos menos de 65 años en derogarla.
La escasez de vivienda no es un problema exclusivo de España. Es común en áreas de auge económico, sobre todo cuando sus gobiernos responden al crecimiento con regulaciones insensatas sobre el suelo, la fiscalidad y la contratación de alquileres e hipotecas. Todo ello viene a agravar artificialmente la escasez y a elevar los precios aparentes (el precio real no es el anunciado ni el contratado sino el que efectivamente se llega a cobrar), generando un círculo vicioso que lleva a promulgar nuevas normas aún más disparatadas, y a que surja aún más escasez.
En países como Estados Unidos, el marco legal de estos asuntos está descentralizado en las autoridades regionales y municipales, lo que permite observar situaciones muy diferentes. No tiene nada qué ver el mercado de alquiler de ciudades como Nueva York, San Francisco, Berkeley, o incluso Washington DC, con el de Arlington, Virginia. En la capital basta cruzar el río Potomac para abandonar un régimen de control de rentas que genera escasez de oferta y prácticas propias de los mercados negros a la sueca (como listas de espera, pagos ocultos y subarriendos ilegales) a disfrutar en Virginia de un mercado libre en el que la libertad de contratación asegura la disponibilidad de una oferta creciente, variada y asequible.
Esta situación estadounidense pone de relieve la paradoja de la realidad española, en la que la descentralización política parece servir tan sólo como fuente de conflictos identitarios e insensateces normativas. En el caso de los alquileres, tras la liberalización de 1985, la Generalitat de Cataluña promulgó una ley intervencionista en 1991, la cual fue parcialmente anulada por el Constitucional en 1994. Pero, como condición al apoyo de CiU al último gobierno González, ese revisionismo intervencionista vino a inspirar la ley de arrendamientos de 1994, que ya da marcha atrás en la liberalización. De modo similar, la ley de 2023 ha reflejado medidas de control casi soviéticas, ya promulgadas con anterioridad en Cataluña y que ya habían sido y siguen siendo aplicadas sólo en el área metropolitana de Barcelona.
Debemos preguntarnos para qué queremos autonomías si en un ámbito con consecuencias tan locales como es el de los arrendamientos de viviendas no puede cada autonomía dotarse a sí misma de la regulación que a sus ciudadanos les parezca más idónea. La uniformidad quizá tendría algún sentido si supiéramos a ciencia cierta o si, al menos, estuviéramos de acuerdo en qué regulación es la más adecuada o que orientación debe adoptarse. Pero ni lo sabemos ni estamos de acuerdo a escala territorial en ninguno de ambos aspectos. Por tanto, sería útil que cada autonomía pudiera adoptar reglas diferentes, adaptadas a su idiosincrasia económica y política, de modo que también pudiéramos observar qué regulaciones son las que funcionan mejor. La muy conservadora Barcelona podría así seguir imitando a Berkeley y Washington DC, sin impedir que regiones más progresistas, como Madrid, pudieran imitar a Virginia.