Evaluar para no decidir
The Objective, 1 de mayo de 2022
El Consejo de Ministros dice haber aprobado un anteproyecto de ley de evaluación de políticas públicas, cuyo texto aún no ha dado a conocer, para “fortalecer, sistematizar y dar estabilidad y calidad al proceso de análisis de las diversas políticas puestas en marcha por el Estado central”.
Es una ley ambiciosa. Contempla la evaluación tanto ex ante como ex post; crea una Agencia, una Comisión Superior y un Consejo General de Evaluación; y será “Transversal”, ya que se evaluará el impacto de las políticas públicas en una variedad de objetivos antiguos y modernos, desde la redistribución de la riqueza y el medio ambiente a la igualdad de género, la transición energética o los buenos deseos de la Agenda 2030.
La iniciativa cuenta con poderosos padrinos, pues sigue las recomendaciones de la Comisión Europea y de la OCDE, partidarias ambas de fortalecer la evaluación de nuestras políticas públicas. Su promulgación constituye incluso uno de los hitos del Plan de Recuperación. Cuenta también con el apoyo de muchos investigadores en ciencias sociales.
A primera vista, sus argumentos son sólidos. ¿Quién puede oponerse a tomar mejores decisiones? Además, es obvio que sin evaluar no se puede decidir bien. Sin medir los fenómenos, no se puede evaluar. Y, para medir, es necesario recoger información. Parece, por tanto, sensato crear nuevas burocracias evaluadoras, con potentes bases estadísticas e informativas. Incluso cargar a ciudadanos y empresas con nuevos deberes de información y transparencia, aun al coste de dañar su privacidad.
Pero las cosas no son tan simples. Si, como sucede estos últimos años, el Gobierno puede ignorar los informes del Consejo de Estado y el Consejo General del Poder Judicial, cabe dudar que sea útil someter los proyectos de ley a un Regulatory Impact Assessment, reforzar sus memorias de impacto normativo, o analizar los costes y beneficios de las políticas, máxime si ese análisis ha de atender a tantos y tan inaprensibles objetivos como los que persigue el anteproyecto.
La información es costosa y, aparte de los placeres lúdicos y estéticos que proporcione a algunos científicos, sólo es útil si se usa para decidir. Por eso, de poco vale evaluar cuando el decisor tiene malos incentivos. Sin embargo, mucho del discurso cientificista de la “cultura de la evaluación” presupone que los errores del decisor público provienen de carencias informativas, cuando a menudo lo que le sobra es información. Resolver los peores problemas, como el paro, es fácil. Lo difícil es ganar las siguientes elecciones tras haberlos resuelto. Lo que falta, en suma, son los incentivos para decidir de acuerdo con la información disponible, la cual, por lo demás, en asuntos sociales, siempre será incompleta.
La gestión científica de la sociedad es una quimera, a menudo interesada (es doble la ganancia de ser comunista sin saberlo). A estas alturas, ya deberíamos haber aprendido esta verdad en las lecciones de la historia; pero lo cotidiano también es ilustrativo a ese respecto. Por ejemplo, sabíamos desde el principio que la inversión en trenes de alta velocidad era ruinosa; pero no por ello dejamos de dotarnos de AVE a todas partes; como sabemos que, por su volatilidad, es peligroso depender de las energías renovables, pero ahí seguimos, ocultando con subvenciones el coste de nuestros errores, para así seguir reincidiendo en ellos. Y, en el fondo, sucede algo similar en nuestro mercado de trabajo o en el alquiler de viviendas. Ambos sufren una pésima regulación, pero no porque falte información, sino por los malos incentivos de políticos y votantes; por lo interesados que están los primeros sólo en el corto plazo, y lo muy “racionalmente desinformados” que optan por vivir los segundos. En muchos sectores, sabemos bien qué reformas hay qué hacer o al menos en qué dirección; pero ni la mayoría de los ciudadanos ni, como consecuencia, sus obedientes políticos quieren hacerlas.
A esa miopía política se une el que tanto en el ámbito público como en el de la empresa privada mucho decisor usa la falta de información como excusa para esquivar sus responsabilidades y no decidir, o para justificar decisiones ya tomadas. En su versión más benigna, esconde su indecisión en la ignorancia y nos presenta la creación de sistemas informativos, envueltos en jerga de management, como un avance imprescindible para decidir en el futuro.
Pero el uso más insidioso de la excusa informativa se produce cuando el decisor diseña el sistema de información, no para ayudar a la toma de decisiones, sino para justificar el acierto de decisiones ya tomadas. La manipulación de las encuestas del CIS sólo es el caso más grosero. Por ello, leerán estos días que han caído las tasas de repetidores y abandono escolar de nuestros institutos. O que el porcentaje de aprobados de nuestras universidades es una “tasa de éxito”. Se trata de logros fáciles, basados en suponer sin motivo alguno que los conocimientos de los titulados permanecen constantes en el tiempo, pese a haberse hundido el nivel de exigencia, un nivel que el sistema informativo no se molesta en estimar. Tampoco se sorprendan de que, junto a estos conocimientos relativamente objetivables, los evaluadores promocionen toda una serie de nuevas “competencias”, convenientemente elásticas y adaptables a la ideología de los responsables.
Este ejemplo de la enseñanza ilustra bien el peligro de que se distorsionen las estadísticas, los procesos productivos y hasta el derecho sólo para justificar decisiones políticas basadas sólo en prejuicios. El riesgo es tan antiguo como la gestión científica empresarial (el management by the numbers ya entró en crisis en los años 1960), pero incluso en gestión pública hace ya muchos años que en los países anglosajones se empezó a criticar cómo la pretenciosa evidence-based policy acababa fabricando policy-based evidence. Viene aquí a cuento el parto mágico de los contratos “fijos discontinuos” por la reciente reforma laboral, pensados para ocultar la temporalidad.
En esas condiciones, corremos un grave riesgo de que la información adicional que produzca este futuro Gosplan evaluador sirva para apoyar las decisiones que haya tomado o interese tomar al decisor. Al fin y al cabo, como confesaba uno de los personajes de Daniel Gascón, la primera obligación de un presunto científico empirista es saber quién manda, para así decir la verdad del poder, en vez de decirle la verdad al poder.
Cuando el Gobierno del “Estado central” tenga a bien compartir el anteproyecto con sus ciudadanos veremos si ha hecho algún esfuerzo por evitarlo.