Europa no sabe en qué año vive
The Objective, 2 de febrero de 2025
Tanto Estados Unidos como la Unión Europea están ajustando sus estrategias para competir en el ámbito global. Lo hacen de manera muy distinta. Donald Trump ha ganado las elecciones con un claro compromiso rupturista. Ha empezado a aplicar con rotundidad, pilotando un giro radical hacia la desregulación, la reducción del gasto público y la igualdad de trato de sus ciudadanos. Tan radical ha sido la maniobra que muchas de sus medidas generan serias dudas y conflictos, y algunas están siendo cuestionadas judicialmente. Con todo, tras las elecciones de 2016, 2020 y 2024, el rumbo de los Estados Unidos para los próximos cuatro años parece bastante claro. El que ese rumbo tenga o no continuidad dependerá de cómo funcionen tanto la administración Trump como las demás instituciones americanas.
El caso europeo es diferente. Podría pensarse que estamos en el punto en que estaba Estados Unidos en 2015; pero en realidad no sabemos ni en qué año vivimos. Mejor dicho: aún no lo sabemos, si bien podemos descubrirlo de sopetón en cualquier momento. Quizá hasta estemos a punto de descubrirlo. Veamos por qué.
La Comisión Europea presentó el miércoles su soporífera “Brújula para la competitividad”, el plan con el que pretende orientar sus actuaciones durante los próximos cinco años. El programa intenta responder a la crítica del informe Draghi hacia las cargas regulatorias que sufren las empresas, que llevan al ahorro y los emprendedores europeos a emigrar a los Estados Unidos. Se enmarca, además, en un contexto político muy complejo, por las elecciones federales en Alemania y la presión de muchos sectores, empezando por el del automóvil, para suavizar la regulación ambiental.
La tarea es difícil. Observen de entrada que la Comisión presenta algo parecido a su programa de gobierno después y no antes de constituirse. Este hecho quizá ayuda a explicar sus deficiencias. En cuanto a la forma, abunda en una redacción tecnocrática, plagada de jerga grandilocuente, como “imperativos transformacionales” y “facilitadores horizontales” con la que apenas se maquilla su pobreza conceptual y algo más grave: su negación de los costes.
Más allá de la forma, lo más preocupante es que cada apuesta en una dirección pretenda equilibrarse con salvaguardas en dirección opuesta. Según la Comisión, para todas nuestras dolencias existe un “Plan de Acción” curativo que las remedia y sin causar apenas dolor. Promete una transición energética “justa” ignorando la pérdida de empleo en los sectores afectados, reducir las emisiones sin afectar el crecimiento, racionalizar la descarbonización pero confiando en tecnologías aún inmaduras y manteniendo al menos de boquilla los objetivos climáticos. También apuesta por la inteligencia artificial, la computación cuántica y otras tecnologías, como si la intervención pública fuera suficiente para invertir el retraso que padecemos en ellas, y, peor aún, como si esa intervención no tuviera ya bastante culpa en ese retraso. En cuanto a la regulación, ni se atreve a hablar de desregulación, optando por “simplificar”, pretendiendo que ello significa regular a menor coste, cuando, de hecho, debemos entenderlo como aumentar con seguridad el gasto público para comprimir trámites en la esperanza de mantener el coste regulatorio de las empresas o bien pagarlo con impuestos (y por tanto, esconderlo) en los presupuestos públicos (pueden ver aquí numerosos ejemplos).
Desgraciadamente, nada es gratis, y esta cobertura ficticia de riesgos dificulta la discusión y la toma de decisiones. De entrada, se torna imposible saber a ciencia cierta hasta qué punto se propone o no un cambio de rumbo. Si leen la prensa, verán que muchos analistas cubren a su vez sus interpretaciones y se limitan a repetir las vaguedades de la Comisión; otros muchos las interpretan en línea con sus preferencias, discursos y objetivos.
Más en profundidad, la discusión se hace dentro de unos límites muy estrechos: incrementales respecto a los programas existentes y centralizadores en cuanto al rediseño institucional. Por un lado, a diferencia de la revisión integral de la eficiencia de todos los programas de gasto que pretende realizar la Administración Trump (un poco a la manera de la antigua presupuestación “base cero”), la Comisión presupone la continuidad de todas sus acciones. Resulta divertido leer entre líneas sus esfuerzos para ubicarlas en su nuevo programa de gobierno.
Por otro lado, los convencidos celebran que documentos como los informes de Letta y Draghi y la nueva Brújula estén suscitando un debate sobre qué hacer en Europa. Quizá lo celebran porque estos documentos acotan el debate de acuerdo con sus prejuicios. Lo constriñen porque esconden, como decía, los tradeoffs básicos; pero también porque los evitan de plano al definir los problemas de tal modo que buena parte de las soluciones son descartadas por principio. Por ejemplo, al centrarse en comparar a la Unión Europea con los Estados Unidos, en vez de considerar las muy diferentes performances de los distintos países europeos, dan por supuesto que las acciones han de tener escala europea, de donde se suele desprender la necesidad de centralizar decisiones, aumentando los recursos y el poder de las instituciones europeas, en detrimento del de los estados miembros.
Ambos informes y la nueva Brújula son dos primeros pasos, pero resultan insuficientes para poner en hora el reloj europeo, más allá de obviedades como que es imperativo repensar el “Pacto Verde”. Europa quizá vive aún en 2015, o incluso más atrás. Pero ni el tiempo es lineal ni los países permanecen aislados. Por ejemplo, las elecciones que se celebrarán en Alemania dentro de tres semanas pueden acelerar, retrasar o reconducir su evolución. La segunda victoria de Trump ha dejado a las élites europeas más aisladas que nunca. Siguen embobabas en su falso consenso en materias ambientales, identitarias y de inmigración, una fe llena de esas “creencias lujosas” que, como acertó a señalar Rob Henderson, sólo pueden abrazar las élites privilegiadas gracias a que no confrontan sus costes. Mucho va a depender de cuánta atención estén prestando esas masas a la triste e hipócrita soledad de sus élites. Viendo la evolución de las encuestas alemanas, parece que sí le prestan atención. Está por ver en qué grado, y si esas élites saben negociar un nuevo consenso y con quiénes.