España, enferma de envidia, condenada al desgobierno
Voz Populi, 7 de marzo de 2021
Estamos siendo muy complacientes con el retraso en la vacunación: mientras solo se ha vacunado al 9,6% de nuestra población, no solo Israel ha vacunado al 99%, Estados Unidos al 25,4% o el Reino Unido a un tercio, sino que Chile o Serbia rozan el 24%. Al actual ritmo de vacunación, no lograríamos la inmunidad contra la covid hasta julio de 2022.
No entendí este silencio hasta observar cómo reaccionaba parte de la opinión pública a la noticia de que las infantas se habían vacunado legalmente en el extranjero. Parece que mucho español prefiere ser el último en vacunarse gratis con tal de que sus vecinos no se vacunen antes y pagándolo por sí mismos. Entristece reincidir en el viejo tópico de la envidia, un estereotipo que arrastramos casi desde los albores de nuestra nación, pero no queda otra que atenerse a los hechos.
Hasta algunas mentes sensatas lamentaron que al vacunarse le hacían un flaco favor a la Monarquía. Dignificaban así una reacción irracional y primitiva, apenas domesticada por la religión y que ahora parece haberse acentuado con la paganización emocional que padecemos. Una reacción incitada por los neomoralistas que acusan de insolidario a quien se vacuna en el extranjero pese a que al hacerlo acelera marginalmente la vacunación de sus conciudadanos, y a que en este caso ni el viaje ni las vacunas se hayan costeado con fondos públicos. Son los mismos que practican una solidaridad tan exquisita que critican la meritocracia con toda grandilocuencia moral, pero condonan que el vicepresidente enchufe como ministra a su esposa o que ésta coloque como alto cargo a su niñera. Por ejemplo, el Sr. Iceta es tan solidario que hasta ve bien que la mitad más pobre de los niños catalanes no puedan escolarizarse en su lengua materna, con los graves retrasos que ello genera en su instrucción. Por eso afirmó que las infantas se habían saltado el “orden de vacunación”. En puridad jesuítica, no mintió si se refería al orden que cree que rige en Abu Dabi, cuya tasa de vacunación es del 63%, la segunda del mundo. Otra cosa es que sus fieles crean que se refería al de España.
No serían los únicos. Esta disposición a confirmar prejuicios y complejos llevó a mucho español a dar por bueno un video con subtítulos manipulados en los que la primera ministra de Dinamarca se mofaba de que en España se incumple el protocolo de vacunación. En realidad, el video, de octubre de 2019, trataba de la compra de unos elefantes a… un circo. Nuestros crédulos no sólo olvidaban que los daneses suelen ser educados sino que no se rasgarían las vestiduras porque dos personas se vacunen mientras están en el extranjero. De hecho, como son solidarios de verdad y no de boquilla, Dinamarca y Austria acaban de pactar con Israel el desarrollo y fabricación de futuras vacunas, rompiendo así con la torpemente solidaria pero fracasada política europea de compra centralizada.
Las diferencias con España son notables. Los daneses no se dejan tomar tanto el pelo por arribistas. No es casual que de verdad practiquen la solidaridad, en vez de usarla como señuelo emocional. Todo lo contrario que entre nosotros, donde la solidaridad que de hecho practica el Gobierno consiste en cargar todos los costes de la covid a la mitad de la población que no cobra del sector público.
Lo que late tras nuestra algarabía con lo de Abu Dabi es la manipulación política de un impulso primitivo que sigue más vivo que nunca, tanto entre individuos como entre regiones y clases sociales: la más negra de las envidias, la que somos incapaces de encauzar hacia la emulación y la competencia.
No es asunto trivial. En la aversión a la competencia se concreta, precisamente, la más grave de sus consecuencias: la envidia y el deseo de evitar situaciones que puedan incitarla nos condena a un igualitarismo esterilizante, en el que perdonamos antes el nepotismo o la corrupción que la prosperidad alcanzada mediante el esfuerzo personal.
En todos los terrenos, ese temor nos empuja a huir de soluciones competitivas. En el caso de las vacunas, lleva al Gobierno a apoyar una compra centralizada a nivel europeo, lo que le libró tanto de trabajar como de hacerse responsable de las compras. Amén de no tener que afrontar la tesitura de que distintas comunidades autonómicas compitieran entre sí y vacunaran a su población a ritmos diferentes. En ambos frentes, perdimos así el acicate para comprar rápido y, de hecho, la posibilidad de castigar a los gobernantes que compraran peor.
La envidia siempre lleva a centrarse en la distribución y olvidarse de la producción y de su disponibilidad. Por eso, a menudo, acaba por haber poco o nada que distribuir, como sucede ahora con las vacunas. La prioridad era asegurar el suministro, dado que su coste monetario para la sociedad es insignificante comparado con el de posponer los cierres; pero la gestión de compras se ha supeditado a la distribución igualitaria. Primero, entre países; luego, entre ciudadanos. Los gobernantes, anclados en el igualitarismo y preocupados por el gasto, era lógico que antepusieran, como hicieron a través de la Comisión Europea, abaratar los precios a garantizar el suministro. Al fin y al cabo, las vacunas las paga el sector público, pero el coste de los cierres recae en el sector privado.
La tarea del gobernante se ha tornado así más fácil porque, en vez de reducir la escasez, ahora sólo tiene que dar apariencia de equidad a su racionamiento. Peor aún: las desigualdades, reales o supuestas, le proporcionan excusas para desviar la atención de sus torpezas. Si hoy son unos alcaldes que se vacunan indebidamente, mañana serán unos jefes militares. Tampoco parece casual que, tras tardar tres semanas en saberse que dos viajeras se habían vacunado en Abu Dabi, esa exclusiva se desvele el mismo día en que el paro bate récords.
Mientras que quienes se dejan atrapar por la envidia pierden sus defensas ante la manipulación de sus líderes, éstos adquieren inmunidad. Para esconder su doble fiasco en la compra y autorización de vacunas, a la Comisión Europea le basta con atacar a la “pérfida Albión” y a esas malvadas farmacéuticas que, gracias a su competencia, han inventado una panoplia de vacunas en poco más de seis meses. Imagínense cuántos años hubieran tardado de haber trabajado al ritmo de la Comisión, que necesita meses para autorizarlas de urgencia y con reservas. No se engañen: el motivo de su lentitud no es la prudencia sino unos incentivos perversos. Amén de su deseo de reducir su responsabilidad y requerir la aquiescencia de 27 gobiernos, a los burócratas les haríamos pagar caro que pecasen de blandos, porque su error sería fácil de ver en las morgues. Sin embargo, nunca les pedimos cuentas cuando se pasan de duros porque, simplemente, no queremos enteramos de las muertes que causa su retraso.
En España, las distracciones administradas por nuestros spin doctors y sus satélites mediáticos también disimulan la pasividad del Gobierno y esconden sus fracasos. Uno de los últimos es el que, como lleva días denunciando este periódico, haya perdido 55.020 vacunas. Les confieso que, en verdad, dudo que las haya extraviado. Viendo que sus estadísticas de la covid son las peores del mundo desarrollado, es más probable que no haya sabido contarlas.
No me malinterpreten. Hay buenos motivos —no sólo de equidad sino de eficacia sanitaria— para que un país decida racionar la distribución de las vacunas, sustrayéndola así a la lógica del mercado, basada en la libertad contractual. Pero también costes, pues las decisiones de compras y distribución pasan a ser políticas y, por tanto, quedan sujetas a la irresponsabilidad, incompetencia y corrupción características de la gestión pública de muchos países y, más aún, de los organismos internacionales. Lo hemos visto en la gestión de las compras a escala europea y lo estamos empezando a ver en su distribución a escala nacional. Reducir esos costes requiere ciudadanías adultas, por lo que el racionamiento funcionará mejor en unos países que en otros y es deseable que distintos países adopten políticas con más o menos peso del racionamiento. No es lo mismo que racione el Gobierno danés que el de Venezuela. Además, resulta improbable que convenga racionar las vacunas a escala planetaria, ámbito en el que los costes por desgobierno serían gigantescos.
En España, mientras descubrimos qué Gobierno tenemos, convendría que despertáramos para animarle a que, al menos, diseñe y empiece a gestionar un verdadero plan de vacunación, en el que no sólo se establezcan criterios y prelaciones, sino que movilice todos los recursos disponibles, tanto públicos como privados. Hasta ahora, lo ha tenido fácil porque, al no disponer apenas de vacunas, el racionamiento es menos discutible y la distribución más sencilla. Si se aceleran los suministros, el cuello de botella pasará a ser la distribución y se repetirá la historia de hace un año. No sólo estaremos mal preparados sino que, igual que entonces, los mismos vendrán con el cuento de que “no se podía saber”.