Es necesario cambiar el rumbo de la política de vivienda
Sesión de discusión, 25 de junio de 2024: resumen, y video.
Publicación: Arruñada, Benito (2024), “Es necesario cambiar el rumbo de la política de vivienda”, Encuentros Fedea-CGE sobre cuestiones estructurales de la economía española, FEDEA y CGE, Madrid, septiembre, pp. 43-49.
Resumen
En los últimos años, las restricciones de origen político sobre los mercados de vivienda se han intensificado notablemente, con crecientes restricciones a la contratación de alquileres y mayor tolerancia con los impagos y la okupación. Como consecuencia, se ha reducido la oferta y han aumentado los precios y las dificultades de buena parte de la población para encontrar vivienda.
Con base en esta experiencia intervencionista, que está teniendo consecuencias claramente negativas, procedería cambiar la estrategia de intervención pública, de modo que, en vez de restringir más y más la contratación privada, empecemos a pensar en facilitar la actuación del mercado. Para ello, no se requiere la abstención del Estado, pero sí que éste se centre en desarrollar aquellas tareas para las que cuenta con una ventaja comparativa real, como son el proveer bienes públicos y extender una red efectiva de seguridad social. En materia de vivienda, esos bienes públicos se concretan en una planificación urbana orientada a asegurar que haya suelo disponible para construir y a contener los daños que generaría la anarquía urbanística. Por otro lado, la red de seguridad exige atender a las necesidades que, democráticamente, decidamos satisfacer a todos los ciudadanos, asegurando su acceso a la vivienda digna a costa de los presupuestos públicos, y no de otros ciudadanos a título individual.
Para facilitar la actuación del mercado, esta nueva política debería contemplar iniciativas dirigidas a expandir la oferta de vivienda, tanto de nueva construcción como ya existente. Para ello, sería recomendable:
- Racionalizar la estructura tributaria que pesa sobre la vivienda, con la finalidad de reducir paulatinamente los gravámenes sobre la construcción de vivienda nueva y todo tipo de transmisiones (recorte del ITP e IAJD, consideración efectiva de la inflación en la estimación de las plusvalías); lo que sería compatible con cambios dirigidos a neutralizar su efecto negativo en la recaudación, elevando, si así se desea, los gravámenes sobre la tenencia, ya sea por la vía del IBI o del IRPF (lo que permitiría compensar más fácilmente a las autonomías).
- Restaurar la seguridad jurídica del derecho de propiedad al nivel de los demás países europeos, tanto en lo relativo a limitaciones administrativas para la promoción y construcción como, con carácter urgente, en materias de okupación y deshaucio. Es esencial que acometamos las políticas de asistencia social mediante soluciones de derecho público consistentes en proveer servicios asistenciales financiados con impuestos, renunciando a los paliativos de derecho privado basados en derogar legal o judicial de contratos vigentes.
- Recuperar el régimen de libertad contractual establecido en 1985 por el Decreto Boyer en cuanto a los contratos de arrendamiento de vivienda, derogando las limitaciones de plazo y demás condiciones contractuales que hoy restringen ineficientemente la dimensión del mercado y expulsan del mismo a los arrendatarios potenciales más vulnerables.
- A largo plazo, será necesario superar una mentalidad ingenuamente conservacionista (en múltiples dimensiones, desde las relaciones sociales al medio ambiente o el mantenimiento del patrimonio histórico) que crecientemente parece negarse a entender que ningún beneficio es gratuito, lo que genera múltiples contradicciones estructurales entre medios y fines. Por ejemplo, el conservacionismo a ultranza de los centros urbanos y la negativa a construir en vertical entra en colisión inevitable con el deseo de vivir en dichos centros urbanos. Apelar a cambios de mentalidad puede no ser baladí si pensamos que en buena medida responden a la mayor o menor visibilidad de los costes, la cual depende, a su vez, de quién los paga (que no de quién en realidad carga con ellos): el cambio relativo al pago del IAJD proporciona un ejemplo de una decisión cuya única consecuencia es la de oscurecer y empeorar la toma de decisiones sociales. Sería razonable que el IAJD lo volviesen a pagar los deudores para que fueran así más conscientes de lo elevado de su importe.
Preguntas
1.- ¿Podría valorar la Ley por el derecho a la vivienda?
La Ley 12/2023 por el derecho a la vivienda está consiguiendo algo muy difícil: empeorar una situación que, si ya era mala antes, no hizo más que empeorar tras los paliativos introducidos para la crisis financiera y el covid. Recordemos que en 2013 Mariano Rajoy ya prohibió desahuciar a deudores vulnerables; y que, con el covid, Pedro Sánchez hizo lo mismo con los inquilinos, además de restringir de forma drástica la actualización de alquileres.
Estas medidas no fueron erróneas por su intención declarada sino por sus consecuencias reales. En tiempos de crisis, es lógico y necesario que atendamos a las necesidades de las personas vulnerables. Pero no lo es el cargar esa tarea colectiva en las espaldas de los operadores privados, como son los acreedores en el caso de las hipotecas o los arrendadores en el de los alquileres.
Amén de ser medidas injustas, pues atienden fines sociales que deberíamos financiar entre todos con impuestos con los recursos de unos poco ciudadanos, son falsas soluciones. Como mucho, pueden paliar el daño a corto plazo, pero acaban agravando el problema de fondo, pues generan un círculo vicioso: tras ser escaldados, esos acreedores y propietarios tienden a abandonar el mercado, lo que reduce la oferta y aumenta los precios. Los que no abandonan, seleccionarán con más cuidado a sus contrapartes, de modo que aquellas potencialmente vulnerables empiezan a tener muchas dificultades para encontrar vivienda.
Como a corto plazo estas medidas proporcionan un remedio eficaz, rápido y que —para el Erario— resulta gratuito, es tentador para los gobernantes adoptarlas con carácter temporal. De hecho, suelen limitar su vigencia a un tiempo determinado; pero a menudo esa temporalidad es una mera excusa para esconder la realidad de que están derribando sendos pilares del estado de derecho: el de que los contratos se cumplen y las reglas no son retroactivas. A menudo, los gobernantes mienten a sabiendas de que la temporalidad se tornará permanente. Cada año que pasa es mayor la diferencia entre la renta congelada o las cuotas que no se pagan y el alquiler o el precio de mercado. Saben por ello que, con el paso del tiempo, a todo político le resultará más y más costoso revertir la situación.
El asunto viene de antiguo. El Decreto Bugallal que congeló los alquileres en 1920 tuvo una importancia histórica, pues vino a finiquitar el régimen de la Ley de inquilinatos de 1842, el que hizo posible construir para alquiler la mayoría de los edificios que aún dan hoy lustre a los ensanches de nuestras ciudades. Pese a que el decreto tenía una vigencia de 18 meses, de hecho estuvo vigente hasta 1985 y, en algunos supuestos, mucho más tarde. De modo similar, la moratoria de desahucios por impago de hipotecas se introdujo en 2013 con una vigencia de dos años, pero ya se ha prorrogado hasta 2028. Esperemos que esta vez tardemos menos de 65 años en derogarla.
2.- La dificultad en el acceso a la vivienda constituye uno de los principales problemas para los españoles. ¿Eso es así también en otros países de nuestro entorno, Francia, Italia, Alemania, o es algo diferente en España?
La escasez de vivienda no es un problema exclusivo de España. Es común en áreas de auge económico, sobre todo cuando sus gobiernos responden al crecimiento con regulaciones insensatas sobre el suelo, la fiscalidad y la contratación de alquileres e hipotecas. Todo ello viene a agravar artificialmente la escasez y a elevar los precios aparentes (el precio real no es el anunciado ni el contratado sino el que efectivamente se llega a cobrar), generando un círculo vicioso que lleva a promulgar nuevas normas aún más disparatadas, y a que aparezca aún más escasez.
En países como Estados Unidos, el marco legal de estos asuntos está descentralizado en las autoridades regionales y municipales, lo que permite observar situaciones muy diferentes. Tiene poco qué ver el mercado de alquiler de ciudades como Nueva York, San Francisco, Berkeley, o incluso Washington DC, con el de Arlington, Virginia. Desde la capital, basta cruzar el río Potomac para abandonar un régimen de control de rentas que genera escasez de oferta y prácticas propias de los mercados negros à la sueca, con listas de espera, pagos ocultos y subarriendos ilegales, a disfrutar del mercado libre que rige en Virginia, donde la libertad de contratación asegura la disponibilidad de una oferta creciente, variada y asequible.
Esta diversidad y competencia entre marcos normativos propia de los Estados Unidos pone de relieve la paradoja de la realidad española, en la que tenemos una considerable descentralización política que parece servir tan sólo como fuente de conflictos identitarios y de insensateces normativas. En el caso de los alquileres, tras la liberalización de 1985, la Generalitat de Cataluña promulgó una ley intervencionista en 1991, la cual fue parcialmente anulada por el Constitucional en 1994. Pero, como condición al apoyo de CiU al último gobierno González, ese revisionismo intervencionista vino a inspirar la ley de arrendamientos de 1994, que ya da marcha atrás en la liberalización. De modo similar, la ley de 2023 ha reflejado medidas de control casi soviéticas, ya promulgadas con anterioridad en Cataluña y que ya habían sido y siguen siendo aplicadas sólo en el área metropolitana de Barcelona. (Pasó algo parecido en otros terrenos: por ejemplo, la Ley 7/1996, de 15 de enero, de ordenación del comercio minorista que vino a introducir la licencia autonómica para las grandes superficies comerciales).
Debemos preguntarnos para qué queremos autonomías si en ámbitos con consecuencias tan locales como son los de los arrendamientos de viviendas o el comercio minorista no puede cada autonomía dotarse a sí misma de la regulación que a sus ciudadanos les parezca más idónea. La uniformidad quizá tendría algún sentido si supiéramos a ciencia cierta o si, al menos, estuviéramos de acuerdo en qué regulación es la más adecuada o que orientación debe adoptarse. Pero ni lo sabemos ni, a escala territorial, estamos de acuerdo en ninguno de ambos aspectos. Sería útil, por tanto, que cada autonomía pudiera adoptar reglas diferentes, adaptadas a su idiosincrasia económica y política, de modo que también pudiéramos observar qué regulaciones son las que funcionan mejor. La muy conservadora Barcelona podría así seguir imitando a Berkeley y Washington DC, sin impedir que regiones más progresistas, como Madrid, pudieran imitar a Virginia.
3.- ¿Cómo influye la insuficiencia de oferta y lo elevado del precio de la vivienda en el desarrollo personal y profesional de los miembros de una sociedad, en este caso la española? Muchos jóvenes españoles se marchan a trabajar fuera, después de haberlos formado aquí, ¿en qué medida influye en su decisión el no poder tener un proyecto de vida en el que disponer de una vivienda es fundamental?
Dudo que la situación de la vivienda influya tanto en el proyecto de vida de la mayoría de los jóvenes pero afecta mucho a una minoría: el segmento de ellos que es expulsado del centro de las grandes ciudades hacia su periferia. Esa expulsión obedece al encarecimiento de la vivienda en el centro pero también a cambios en la remuneración relativa de las distintas profesiones y a decisiones de carrera profesional que a menudo han estado muy alejadas de esos cambios. El joven que en su día optó por estudiar —digamos— periodismo observa ahora que no encuentra un empleo que le pague un sueldo suficiente para adquirir o alquilar la vivienda a la que aspira. El problema no es sólo ni quizá fundamentalmente el precio de la vivienda sino su sueldo, que viene dado por cambios en el entorno y por sus propias decisiones. El asunto puede ser muy triste pero no debemos olvidar que la sociedad tiende a retribuir a cada profesión de acuerdo con el valor de su contribución social. Cuando, al elegir profesión, anteponemos nuestras preferencias, no debemos quejarnos de que la sociedad nos responda con un “OK, pero eso no merece un gran sueldo”.
Sucede que una parte de esos jóvenes, procedente de la clase media, es políticamente muy activo y vociferante. Por este motivo, son voces prominentes en la discusión pública y están en condiciones de animar el contenido expropiatorio de las nuevas regulaciones. Una vez suscriben un contrato, esos jóvenes no sólo tienen un interés claro en que, por ejemplo, se congele el precio de sus contratos de alquiler aunque esa congelación reduzca la oferta y encarezca el precio de los nuevos contratos. También cuentan con la atención pública para hacerse oir y que su interés particular guíe las decisiones políticas, aún a costa de miembros más humildes de su misma generación.
Interpreto como algo positivo en este sentido el aumento en la demanda de la Formación Profesional y los cambios notables en el mix de titulaciones universitarias, aunque este último esté aún maquillado mediante, por un lado, el descenso en los estándares de exigencia del bachiller y la selectividad; y, por otro, la oferta de gran número de titulaciones que —no nos engañemos— sólo sirven de aparcamiento temporal y quizá de frustración futura.
El problema de los jóvenes “bien formados” que se marchan a trabajar al extranjero es otro. Entiendo como bien formados no a los meramente “muy titulados” sino a aquellos que han estudiado carreras que sí tienen demanda, como enfermería, medicina, ingeniería o matemáticas, y que lo han hecho en centros educativos que han mantenido estándares adecuados de exigencia.
Su emigración fuera de España tiene más qué ver con el tipo de economía que estamos creando, basada en sectores como los servicios personales, la construcción y la hostelería, que demandan una mayoría de puestos de trabajo poco cualificados y de escaso valor añadido y que suelen estar, por tanto, mal retribuidos, o al menos suelen retribuir por debajo de las expectativas de muchos de nuestros jóvenes de clase media. Simplemente, esos jóvenes ganan más fuera y optan por irse.
El fenómeno abre preguntas endiabladas sobre lo disparatado que resulta, por un lado, nuestro sobredimensionado sistema educativo. Un sistema que es, en gran medida, falsamente gratuito, pues lo pagan los más humildes mientras que lo disfruta la clase media. Por otro, debe llevarnos a cuestionar los incentivos perversos que damos a nuestras empresas, y que son contrarios al empleo, el crecimiento, la innovación y, en general, la inversión productiva. Si seguimos privilegiando el consumo sobre el ahorro, no debiéramos quejarnos tanto de que los mejores de nuestros jóvenes emigren al extranjero.
4.- Tradicionalmente, España se ha considerado un país de propietarios, aunque vemos que después de la crisis financiera y la burbuja inmobiliaria de 2008 la tendencia se ha desplazado hacía el alquiler, pero ahora la vivienda se ha vuelto inaccesible para cada vez más capas de la población, no solo comprar sino también alquilar una vivienda. ¿Cuáles son las causas del difícil acceso a la vivienda?, ¿es cuestión de oferta, de precio, de capacidad adquisitiva, incluyendo la falta de ahorro previo?
Las dificultades actuales para acceder a la vivienda son consecuencia de dos tipos de factores que pesan sobre la oferta de vivienda: nuestras preferencias, que, vía fiscalidad y urbanismo, son los principales factores determinantes a largo plazo; y la acumulación reciente de una serie de políticas erróneas, que son las responsables de reducir la oferta disponible a corto plazo.
Las novedades más recientes son las normas introducidas desde la crisis financiera para hipotecas y desde el covid para los alquileres, con las que hemos hecho cada vez menos viable y encarecido tanto la compra como el alquiler de vivienda.
El motivo reside en que, tanto para comprar vivienda a crédito como para alquilarla necesitamos contratar a futuro: nos entregan la propiedad o la posesión junto con el derecho a usar la vivienda a cambio de que paguemos el préstamo o el alquiler. Por ello, antes de contratar, nos interesa y estamos dispuestos a aceptar peores condiciones (por ejemplo que nos desahucien en caso de impago). Con esas peores condiciones logramos un interés o una renta inferiores. Pero, una vez contratamos el préstamo o el alquiler, agradecemos que, cuando vienen mal dadas, el político o el juez de turno alivien nuestras obligaciones pero nos mantengan en el uso de la vivienda, y ello aunque hayamos dejado de pagar la deuda o el alquiler.
A corto plazo, esa tolerancia con el impago, que se suele presentar como una mera “moratoria” de carácter transitorio, sólo produce una transferencia de riqueza a nuestro favor a costa del banco o del propietario. Pero es lógico pensar que bancos y propietarios aprendan y cambien su política: a largo plazo, tenderán a dejar de prestar o invertir en vivienda; a corto plazo, en las viviendas que ya poseen, subirán los precios y ofrecerán peores condiciones para compensar el mayor riesgo; o evitarán este riesgo de raíz, seleccionando como deudores e inquilinos a aquellos que les ofrezcan mejores garantías personales.
Esto es justamente lo que venimos observando en los últimos años: menos compradores superan los criterios para disponer de crédito y, como consecuencia, ha caído a menos de la mitad la proporción de compras de vivienda financiadas con hipoteca. Además, muchos propietarios se niegan a alquilar a familias con niños y por ello, potencialmente vulnerables. Muchos otros dedican sus viviendas a alquiler turístico o de temporada.
Quienes creen que la oferta de vivienda es rígida, que está dada y no varía con las condiciones legales y los precios, atienden a su realidad física, pero no a su realidad económica. En el fondo, mantienen una visión propia de una economía soviética, en la que los recursos no se mueven. Lógico que, en el fondo, acaben sovietizando la economía de mercado.
Todo ello era de sobra conocido por el legislador: Rajoy y Sánchez sabían que las consecuencias de esas normas eran dañinas pero que beneficiaban mucho a algunos en el corto plazo, y que ese daño lo infligían sólo a acreedores y propietarios. Y que más de uno incluso se alegra del castigo que sufran “los bancos” o los vecinos “ricos” que ahorraron para invertir en vivienda de alquiler. A quienes acuñaron el término “fondos buitre” hasta quizá les inspira superioridad moral. Además, para completar la ocultación, las normas se presentan siempre como temporales, aún a sabiendas de que son permanentes y a menudo se reduce su coste político con excepciones ad hoc, como la de excluir a los pequeños “tenedores”.
5.- ¿Qué tipo de políticas podrían ayudar a mejorar el acceso a la vivienda?
Pero, como digo, estos cambios se han acumulado a un marco legal que era ya muy deficiente y restringía artificialmente la oferta a largo plazo. Baste con señalar el disparatado tratamiento fiscal de la vivienda. Por un lado, gravamos mucho la construcción, mediante toda una serie de impuestos y cargas en cadena, que generalmente permanecen ocultos al comprador último, como los coeficientes de reserva de suelo. Por otro, la estructura fiscal es ineficiente en que pesa mucho más sobre las transmisiones (ITP) que sobre la tenencia (IBI), lo que incentiva la infrautilización y desanima la movilidad y transformación de los edificios.
Por supuesto que los cambios necesarios son complicados. Imagine, por ejemplo, subir la recaudación por IBI en una cuantía similar al descenso en las cargas de todo tipo que pesan sobre las transmisiones. Tales cambios no sólo afectan a la financiación de distintas administraciones sino que romperían con características muy arraigadas en la sociedad, como es el favorecer las relaciones personales sobre las impersonales. Pero debemos empezar a entender que ese personalismo está en contradicción con el crecimiento y bienestar económicos a los que aspiramos. Además, debemos ver el asunto en términos dinámicos e incrementales para darnos cuenta de que en las últimas décadas nos hemos movido en la dirección equivocada, empeorando aún más el sistema, al elevar los impuestos de transmisiones, gravar las plusvalías artificiales que causa la inflación y, en algún caso, aliviar las sucesiones, lo que anima a mantener las viviendas en el seno de las familias, generando una especie de “amortización” familiar, y favoreciendo en suma un personalismo profundamente retrógrado.
6.- La vivienda precisa de un componente esencial para poder desarrollarse, que es el suelo, pero el finalista es escaso y caro, y el que tiene que ser objeto de transformación el plazo es demasiado largo para conseguirlo, ¿hay algo que se pueda hacer para agilizar los plazos?
Junto con los impuestos sería preciso cambiar nuestra mentalidad para ser más conscientes del coste de nuestras preferencias. Parece claro que gran parte de los ciudadanos somos muy conservacionistas en cuanto a lo ambiental y lo histórico. A diferencia de nuestros padres y abuelos, máxime de quienes apenas si habían salido de las chabolas, no nos gusta construir en altura y queremos preservar más o menos intacto el centro de las ciudades e incluso su entorno, incluyendo las huertas que rodean algunas de ellas o los humedales aledaños a algunos de sus aeropuertos internacionales. Llegamos al extremo de ser fetichistas en preservar fachadas de dudoso mérito.
Todo ello sería perfecto, pues de gustos nada está escrito, siempre que fuéramos menos contradictorios y entendiéramos que nada es gratis. No queremos construir en altura; ni derribar viejos edificios; ni construir en los pocos solares que permanecen vacíos; ni transformar en viviendas los antiguos edificios administrativos, industriales y de oficinas. Si fuéramos coherentes, deberíamos quejarnos menos y aceptar que, dado ese cúmulo de restricciones, en esos centros urbanos tenderá a encarecerse la vivienda bajo cualquier régimen regulatorio. Deberíamos aceptar, en suma, que podremos venir a contemplar esos centros urbanos tan bien conservados, pero no debemos aspirar a vivir en ellos.