Enfermos de preciofobia
The Objective, 16 de enero de 2022
El Gobierno ha fijado un tope de 2,94 euros al precio de los test de antígenos; con prohibición, al contrario que en otros países, de que se vendan fuera de las farmacias. Éstas podrán así seguir cobrando precios superiores a los de Alemania (1,75€), Francia (1,95€) o Portugal (2,10€).
El Gobierno olvida que la diversidad de precios es necesaria para que los test se distribuyan a la vez que se presta un conjunto también variable de servicios asistenciales o, al menos, informativos. Es lógico que mucho comprador de test necesite asesoría sobre cómo usarlos y que, por ello, los adquiera donde le informen, aunque le cobren por informarle. En cambio, quien ya sepa usarlos o prefiera estudiar las instrucciones por sí mismo preferirá adquirirlos en un supermercado, donde no estén tan a mano y no le proporcionen esa asistencia, pero le cobren menos. El monopolio con precio máximo es la peor política posible: sólo podremos comprar los test en unas farmacias que, por escala, ubicación e ineficiencia, los habrán de cobrar más caros; pero que, debido a la limitación de precio, ahora tenderán a comportarse como supermercados, sin prestar ningún servicio informativo. Ambas libertades, de precio y de venta, son esenciales: en Francia, pese a que el precio máximo es de 6,01€, se suelen vender por debajo de 2€; pero no siempre, porque el precio libre permite financiar esos servicios complementarios.
Sin embargo, no le eche toda la culpa al Gobierno que, en esto como en tantas otras cosas, es representativo. Observe, de entrada, que no es la primera vez que hace algo así. Al contrario, su aversión a asignar la escasez permitiendo que varíen los precios salta como un resorte en cada crisis que confronta. Recuerde la fijación del precio de las mascarillas, al inicio de la pandemia; o la caza de brujas que emprendió contra las eléctricas cuando empezó a dispararse el precio de la electricidad. Una caza de brujas que sólo logró frenar la Comisión Europea.
Pero lo grave no es la actitud cerril del Gobierno, sino que su aversión al ajuste por la vía de los precios está bien adaptada a las preferencias de una gran parte, quizá la mayoría, de los ciudadanos. Tenemos notable afición a asignar todo tipo de servicios públicos por el tiempo de espera (como sucede con el acceso a los juzgados, los hospitales o las autovías); o incluso directamente, mediante decisiones políticas discrecionales (piense en nuestra enorme colección de bizantinas subvenciones, descuentos y deducciones fiscales).
En el fondo, no se trata de un mero rechazo a usar el sistema de precios. Para muchos bienes y servicios, como la sanidad, ese rechazo podría explicarse por razones distributivas (favorecer a quien no puede pagar). Nuestra aversión no se refiere sólo a los precios sino a aplicar mecanismos de responsabilidad individual. Se manifiesta en que preferimos prohibiciones generales, como los límites de velocidad, antes que mecanismos de responsabilización en libertad, como la fórmula alemana de permitir que el conductor elija la velocidad, pero pague las consecuencias.
Afecta, incluso en mayor medida, a materias en las que la asignación se plantea en términos de dar o no acceso a determinados servicios, como premio o castigo asociado a conductas que resultan más o menos costosas desde el punto de vista colectivo. Por ejemplo, nuestra prensa y sus lectores se escandalizan cuando algunos países limitan la asistencia sanitaria gratuita a determinados enfermos porque su conducta perjudica el tratamiento. Es éste el caso, por ejemplo, de los fumadores, que en el Reino Unido no sólo han de pagar, como en España, impuestos muy superiores al coste de las enfermedades que genera su tabaquismo sino que tienen más difícil acceder a algunos tratamientos.
El asunto tiene su dosis de hipocresía. Ni siquiera la España de fantasía que vende Pedro Sánchez puede escapar al hecho de que los recursos son limitados, por lo que también acabamos tomando similares decisiones de asignación. La diferencia es que nos negamos a ver cómo y quién las toma. Es más, cuando el proceso de decisión se vuelve explícito, reaccionamos contrariados, adoptando incluso posturitas de indignación moral. Recuerden cómo, durante las primeras olas del covid, se irritaba nuestra opinión pública al enterarse de los triajes asistenciales. En el otro extremo, mucho liberal de conveniencia se sulfura ante la remota posibilidad de que al no vacunado se le exija pagar su asistencia cuando enferme de covid (como hace Singapur), o al menos pagar un impuesto que compense los costes que provoca su decisión (como contempla hacer Quebec). Se priva así de una buena oportunidad de opinar con la cartera, y no sólo de boquilla.
Tras muestra aversión a los precios, asoma una variedad de tipos e intereses, desde el primitivismo tribal al oportunismo más economicista, sin que falten algunos pequeños dictadores que pretenden imponer a los demás sus propias preferencias y valores. Observe que, en general, la supresión de los precios no la defienden quienes tienen poco dinero sino quienes tienen ventaja en el criterio alternativo que se usa para asignar la escasez. El montañero no quiere que se cobre por entrar en los espacios naturales, como tampoco que sus accesos sean fáciles o que los refugios se transformen en hoteles. Tampoco es el repartidor de paquetería, sino quien dispone de tiempo para derrochar en atascos, quien prefiere que se supriman los peajes. Asignar vía precios tiene una limitación en el dinero de que cada uno dispone, pero nos permite que ese dinero podamos gastarlo como queramos, incluso para producir, algo que suele molestar mucho a quienes nada producen.
Cuando suprimimos los precios, negamos esa libertad a todos, menos a aquellos que detentan suficiente poder para manipular los mecanismos de asignación. Esta manipulación es un coste que quizá sea razonable asumir para algunos servicios (no vamos a prescindir de la asistencia sanitaria gratuita porque unos pocos enchufados se salten las listas de espera), pero nuestra aversión va mucho más allá de lo razonable. No podemos seguir abandonando los juzgados a la litigación frívola o las universidades a la masificación por nuestra manía de mantener unas tasas muy bajas, junto con una justicia gratuita y unas becas igualmente bajas y peor distribuidas.
Tampoco debemos mantener intervenidos los precios más importantes: los salarios. A quienes cuentan con buenos contactos o esperan sobrecualificar a sus hijos les pueden gustar nuestras leyes laborales. Éstas mantienen los salarios artificialmente elevados (sobre todo, en el sector público), lo que lleva a asignar la consiguiente escasez de empleos por la vía del enchufe y el amiguismo (los puestos de “libre designación”) y las múltiples formas que adopta entre nosotros la “búsqueda de rentas”, desde superar oposiciones de valor discutible a pasarse cuatro años estudiando una carrera inútil para acabar trabajando de cartero. Claro que, como asunto vidrioso que es, corta por todos lados. Por ejemplo, es lógico que los padres que pagan colegios privados o viven en regiones donde también se inflan las notas de selectividad prefieran asignar mediante esa selectividad corrompida el acceso a las mejores carreras y universidades.
Resulta, en fin, paradójico que si a nuestra “preciofobia” le diéramos nombre griego, habríamos de llamarla “timofobia” (del griego Τιμή, precio). En realidad, como estos ejemplos revelan, el verdadero timo suele residir en la interesada supresión de los precios.