En la muerte de Doing Business
Voz Populi, 19 de septiembre de 2021
El pasado jueves, el Banco Mundial anunció el cierre definitivo del que había sido durante años su proyecto estrella, los indicadores Doing Business, que pretendían “medir de forma objetiva las regulaciones económicas y su aplicación en 190 países”.
Con Doing Business, el Banco ha dilapidado una excelente oportunidad para avanzar en la medida de las instituciones. No obstante, su cancelación es bienvenida porque, como he argumentado desde 2007, en muchos países su influencia ha sido dañina.
Desde su arranque, para evitar la oposición de Estados Unidos (principal financiador del Banco), los responsables del proyecto eligieron una metodología parcial, que no valoraba la utilidad neta de las regulaciones sino tan sólo algunos de sus costes explícitos. Nunca prestaron atención a su valor; por ejemplo, a la mayor o menor seguridad jurídica de unos u otros sistemas, o a la reducción de costes contractuales futuros. Además, computaban sólo los trámites formalmente obligatorios, lo que favorecía a los países anglosajones, pues en los sistemas jurídicos de common law pesan relativamente más las obligaciones de hecho que las de derecho.
Por ejemplo, en Nueva York, que era la ciudad de referencia para Estados Unidos, cada contratante inmobiliario —ya sea comprador, vendedor o banco— paga los servicios de, al menos, un abogado, con lo que en cada transacción operan al menos tres abogados; pero ese trámite y sus ingentes costes no se incluyeron nunca en el índice sobre las instituciones de propiedad. Doing Business alegaba que la intervención de abogados no es obligatoria, pues los contratantes pueden optar por darse apoyo jurídico a sí mismos. Por el contrario, en Alemania o España, para registrar una compra o una hipoteca sí es obligatorio pasar por la notaría, y ese trámite sí lo computaba Doing Business. En consecuencia, la exclusión de los abogados neoyorquinos distorsionaba gravemente los resultados, pues esos abogados de parte resultan entre nueve y doce veces más caros que los notarios de países europeos con buenos registros, como son Alemania y España (a diferencia de Francia o Italia, que tienen aún registros de escrituras).
El error organizativo fue igualmente pernicioso. Para salir en prensa y gozar de influencia política, haciendo del proyecto una palanca de reforma y promoción personal, presentaron esos datos parciales como si fueran representativos de la verdadera eficiencia institucional. Además, optaron por divulgar los resultados en formato de liga deportiva, publicando rankings de países. Esa estrategia servía bien el interés de los burócratas responsables del Banco, ávidos de protagonismo mediático en un momento en que muchos políticos estadounidenses cuestionaban su existencia, habida cuenta de que sus proyectos de desarrollo han ofrecido siempre unos resultados peor que pobres.
Durante años, cada otoño, a quienes habíamos analizado las tripas del engendro nos resultaba penoso observar cómo la prensa financiera internacional, y, por supuesto, la nacional, devoraban el cebo de los rankings Doing Business. Las consecuencia no se hicieron esperar: en todo el mundo, incluida la Unión Europea, se dedicaron recursos ingentes para acometer reformas que sólo modificaban los resultados de Doing Business sin mejorar necesariamente la calidad de las instituciones, y a menudo empeorándolas. Entre nosotros, cabe recordar los ímprobos esfuerzos de nuestros gobiernos para abrir ventanillas únicas, como si integrar los trámites en la Administración sirviera por sí mismo para algo más que ocultar su coste al contribuyente. O las sucesivas reformas emprendidas para que se pudieran constituir sociedades mercantiles cada vez más rápido, como si los bufetes del ramo no tuvieran disponibles “sociedades preconstituidas” para acometer sin demora operaciones urgentes; o como si constituir sociedades impusiera una barrera de entrada a la actividad empresarial. Y todo ello a la vez que optaban por olvidarse de las licencias de apertura, asunto éste que sí era crucial; y que sigue sin resolver.
Pero no sólo la metodología era sesgada, sino que ni siquiera la aplicaban de manera uniforme, quedando al albur de la capacidad de influencia de cada país. Desde el inicio, dentro del propio Banco, los expertos de cada país bromeaban sobre los buenos números que obtenían países “amigos”, como Afganistán o Egipto, pese a tener instituciones deplorables. De hecho, ya en 2008, una evaluación interna del Banco señaló numerosas deficiencias en la aplicación de la metodología. Esta sospecha fue reiteradamente confirmada para una cifra tan destacada como cuánto tiempo se precisa para abrir una empresa en Estados Unidos, tiempo que el informe reducía artificialmente de veintiséis a seis días. Si el método se hubiera aplicado correctamente, Estados Unidos hubiera bajado en el ranking de 2007 desde las posiciones 3-5 a las 57-60, y dos años más tarde hubiera caído entre 94 y 98, con lo que Doing Business hubiera cerrado mucho antes. Los informes de evaluación más recientes abundan en indicios de que no era éste un caso aislado. Por ello, no me sorprende leer las groseras manipulaciones que se describen en el informe que ha servido ahora de excusa para dar la puntilla al proyecto. Todo indica que éste no se cierra por sus fallos e irregularidades, bien conocidas desde el inicio, sino por su progresivo desprestigio mediático.
Las consecuencias para las reformas institucionales serán positivas. Sobre todo, porque la disponibilidad de esos índices cuantitativos había servido de excusa para no pensar ni atacar los problemas reales, ni atender a la prioridad de sus componentes. Muchas de las instituciones que medía Doing Business, como los juzgados o los registros públicos, prestan servicios que actúan como catalizadores de la actividad económica. Por eso, la calidad jurídica del servicio es, a buen seguro, su atributo esencial, mucho más que sus tiempos o incluso sus costes explícitos. Al prestar atención sólo a estos últimos, Doing Business estimulaba reformas cosméticas que a menudo sólo lograban aumentar y acelerar la producción de servicios inútiles.
Se trata de una versión del viejo problema que apareció en el mundo del management en los años 1960, tras proliferar los primeros ordenadores: la disponibilidad de datos cuantitativos llevó entonces a muchas grandes empresas a practicar una “gestión por los números” de la que tardaron décadas en recuperarse. El gobernante, lo mismo que el mánager de los 60, basa sus decisiones en la información disponible y cuando hay mucha información cuantitativa —fácil de procesar— y poca información cualitativa —que es, a menudo, difícil incluso de entender—, está tentado a decidir sobre bases cuantitativas. Más aún si al hacerlo recibe el aplauso de periodistas y científicos sin tiempo ni ganas para pararse a entender la complejidad de lo que manejan.
Esperemos que el cierre de Doing Business tenga similares efectos terapéuticos en el ámbito institucional y que genere una reflexión crítica en todos los participantes, no sólo en el Banco Mundial, sino también en la prensa financiera y en los foros liberaloides que le apoyaban sólo por compartir una visión igual de simplista del Estado. Por no hablar de esos investigadores que durante casi dos décadas han estado tomándose demasiado en serio sus índices agregados.
Claro que, cuidado: una de las reacciones al fracaso del cuantitativismo gerencial fue aquella moda pasajera, igual de dañina, del managing by walking around. De gestionar con base en los números, algunos pasaron a basarse en el cotilleo. Ilustra esta anécdota que las recetas fáciles suelen encontrar compradores, quizá porque ocultan la maldita complejidad de los problemas.