El sueño de la jornada de trabajo
The Objective, 11 de mayo de 2025
El consejo de ministros aprobó el pasado martes el proyecto de ley para reducir desde finales de año la jornada laboral máxima de 40 a 37,5 horas semanales. La propuesta ilustra cómo solemos confundir los deseos con la realidad.
Los deseos son claros. El CIS no se ha dignado divulgar datos al público, pero las encuestas privadas sugieren que la medida cuenta con el apoyo de dos tercios de los españoles, incluyendo un 85 % de los votantes socialistas y un 40 % de los populares. Entre los votantes populares, el porcentaje en contra es similar al de quienes están a favor, lo que explica las dudas del PP, que una vez más ha sido puesto por Moncloa en la tesitura de no saber si actuar como oposición o como coro del Gobierno.
Se dice que solo los empresarios están en contra, porque habrán de pagar lo mismo por menos horas. Esto último es cierto; pero no lo es menos que quienes asumen los costes suelen entender mejor las consecuencias. Para empezar, la medida encarece el trabajo: trabajar menos horas por el mismo sueldo equivale a subir los salarios, en este caso un 6,25 %.
Los demás efectos resultan menos evidentes, ya que exigen pensar más allá de la gratificación inmediata y, sobre todo, prever cómo reaccionarán los demás agentes económicos.
Algunos optimistas afirman que reducir horas aumentará la productividad, y que todos saldremos ganando. Confunden causa y consecuencia. La productividad aumenta cuando invertimos, aprendemos y mejoramos, no porque decretemos menos trabajo. Tampoco parece que esos dos tercios de españoles favorables a trabajar menos estén pensando en ser más diligentes o metódicos. Ni que, cuando entre en vigor la nueva jornada, vayan a reducir sus crecientes bajas laborales.
Sin mejoras en la productividad, un informe de BBVA Research estimaba hace un año que los costes laborales subirían el equivalente a un 1,5 % del PIB, frenando el crecimiento anual en 6 décimas durante dos años, y el del empleo en 8 décimas.
Ese supuesto de productividad constante es realista porque los factores de base que deberían impulsarla llevan tiempo estancados. La reciente ola migratoria no atrae perfiles de alta cualificación. Y la educación tampoco acompaña. Pese a que en las últimas décadas hemos gastado mucho dinero en ella, solo hemos logrado que nuestros jóvenes pasen más años en los centros de enseñanza.
Según las pruebas PISA, en promedio, nuestros adolescentes terminan la educación obligatoria mal preparados y sus resultados académicos están congelados desde el año 2000. En términos de habilidades no cognitivas, tampoco hay buenas noticias: los españoles, junto con los griegos, muestran la mayor caída de rendimiento durante la ejecución de las pruebas, evidenciando un déficit de diligencia y persistencia.
Para la productividad laboral, quizá lo más notable es que los adultos siguen flojeando. Las pruebas PIAAC, también de la OCDE, sitúan sus competencias cognitivas casi 20 puntos (un 8 %) por debajo de las de alemanes o británicos, quienes sí trabajan ya menos horas que nosotros. El déficit es espectacular a todos los niveles: basta constatar que el graduado universitario español promedio es menos hábil que un neerlandés o finés con educación secundaria.
Si, como parece, no ha mejorado la formación y esta es la base de la productividad, recortar la jornada supone poner el carro delante de los bueyes. Si es así, deberíamos reconsiderar cómo decidimos sobre estas cuestiones. El error fundamental estaría en resolver desde la política, de forma centralizada, asuntos que deberíamos acordar en negociaciones descentralizadas, adaptadas a la realidad de cada empresa, cada sector e incluso cada persona.
De hecho, muchos sectores y empresas ya han pactado jornadas inferiores a las 40 horas. El que la reducción sea pactada voluntariamente permite ajustarla a las preferencias, a las demás condiciones laborales y a la productividad. Esa negociación en el mercado se ve afectada por posibles desigualdades en el poder negociador de las partes; pero la negociación colectiva limita el problema. Y aquellos trabajadores sin poder negociador para pactar la jornada tampoco es probable que estén en condiciones de hacer cumplir el mandato legal, por lo que es dudoso que este les afecte.
Por el contrario, cuando dejamos que la política decida estas cuestiones, valoramos mal costes y beneficios. Como futuro votante, el trabajador siente cercanos los beneficios, quizá imaginando ingenuamente que librará cada dos viernes o que podrá concentrar horas y alargar las vacaciones, algo improbable. En todo caso, tiende a ignorar que quizá le pidan más esfuerzo por hora, que no le suban el sueldo, o que corra más riesgo de quedarse en paro.
También es probable que muchas empresas sustituyan trabajo, ya sea por tecnologías más intensivas en capital —incluida la inteligencia artificial— o por autoservicio. Ambos factores explican ya buena parte del desempleo estructural que padecemos y la paradoja de que, pese a ello, usemos tecnologías intensivas en capital para todo tipo de tareas que, incluso en países más ricos y productivos, como Estados Unidos, aún emplean trabajadores, desde llenar el depósito de los coches hasta aparcarlos. Esta misma semana se viralizó en redes sociales una alerta sobre una cadena de hipermercados que está reemplazando personal por cajas de “autocobro”. ¿De verdad queremos reducir la jornada laboral para acabar ocupados en autoservicio, desempeñando tareas ajenas a nuestra especialización?
No lo creo. Más bien, sucede que, al ejercer nuestros derechos políticos desde la ignorancia, acabamos tomando decisiones que nos perjudican. En el mercado, pueden explotar nuestra mala información; pero la competencia mitiga el problema. También lo hace en política; solo que en esta carecemos de incentivos: informarse es siempre costoso, y en política hemos de compartir con toda la sociedad el pequeño beneficio obtenido al informarnos y votar con más sentido.
Por eso, quedamos a merced de que un político oportunista se aproveche de nuestra ignorancia. Pero no le culpen: como en el mercado, solo puede hacerlo cuando falla la competencia. En especial, cuando sus rivales son más reactivos que proactivos, no ofrecen alternativa alguna, no aportan información ni saben tomar la iniciativa. ¿Les resulta familiar? Lógico: es lo que ocurre hoy con una oposición que se limita a esperar su turno. Quizá trabaje con jornada reducida. Quizá hasta debiéramos aplicar en la política la lógica del autoservicio.