El rapto de la Constitución
The Objective, 12 de noviembre de 2023
Los pactos del PSOE con los separatistas constituyen un ataque sin precedentes a la soberanía nacional y la separación de poderes. Sitúan así al régimen constitucional al borde del colapso. Por la vía de los hechos y de forma encubierta, aceleran la modificación radical de una Constitución democrática sin respetar las reglas que ésta contiene para su reforma.
Peor aún, para evitar que gobierne el partido más votado, prevén modificar de hecho la Constitución mediante el acuerdo de los representantes de sendas minorías, española y catalana. Todo ello pese a tratarse de una constitución bien democrática, pues contó en su día con el respaldo del 87,8% de los españoles; y bien catalana, pues la respaldaron el 90,5% de los catalanes.
Esa Constitución está siendo desvirtuada por el interés de unos partidos minoritarios y en declive, y sin tener discusión democrática alguna. Se trata de unos pactos temerarios porque, debido a su escasa representatividad, ponen en peligro la pacífica convivencia a la que aspiramos la inmensa mayoría de los españoles. Máxime cuando se acometen en un país con una economía débil y en un entorno internacional inestable, por lo que un trastorno exógeno serio vendría a multiplicar los riesgos.
Suponen, además, una regresión histórica. Para apreciar su carácter reaccionario, basta constatar que los pactos no fortalecen el estado de derecho, sino que lo suprimen. Tampoco describen una situación de salida, para lo que habrían de formular al menos las bases y el procedimiento para redactar una nueva constitución. Dejando a un lado la amnistía y una obscena redistribución de fondos hacia los que gobiernan algunas de las regiones más ricas, los pactos, lejos de prever una convención constitucional, fían las demás cuestiones, muchas de ellas de alcance constitucional, a ulteriores negociaciones secretas.
Anclados en una inercia de décadas, observadores de todo signo político contemplan ese pactismo a futuro, si no con optimismo, con resignación, o incluso lo ven como un mal menor. No deberían. Ese proceder sin reglas ni ataduras, definiendo las nuevas leyes a la medida de lo que convenga en cada ocasión a los políticos en el poder, es el peor método imaginable para reorganizar la convivencia. Es peligroso, porque el desarrollo institucional queda sujeto a una coyuntura llena de riesgos. Además, impide cualquier atisbo de discusión racional y democrática de las posibles soluciones, consagrando así el despotismo.
Se equivocaba Vicens Vives cuando glorificaba el pactisme como seña de identidad del esencialismo catalán. Erraba doblemente porque no hay nada específicamente catalán en ese afán por volver a pactarlo todo cada cinco minutos. No tiene nada de específicamente catalán, pero sí mucho de medieval. Por eso el caciquismo vasco e incluso el gallego y sus imitadores también son aficionados al pactismo coyuntural. Ninguno de ellos ha asumido el cambio histórico que fue crear un estado de derecho con reglas estables y separación de poderes, con una justicia independiente del poder ejecutivo, y con un ejecutivo que es controlado por el legislativo, en vez de usarlo como excusa y decoración del despotismo. Como al déspota, al cacique regional y a sus masoveros le estorban las reglas constitucionales. Lo que les conviene es que todo sea negociable en cada momento. El oportunismo de su crítica a las deficiencias del estado de derecho real queda bien de relieve en que ni siquiera intentan sustituirlo. Lo único que en verdad les preocupa es influir en la negociación y, si les dejamos, ejercer el poder sin cortapisa alguna.
En cambio, para los ciudadanos, las consecuencias son funestas, pues se los condena a ser vasallos de sus caciques. Todo en su vida, desde su trabajo a sus inversiones, dependerá de lo que esos caciques pacten en cada momento, de las rentas que consigan y de las prebendas que les concedan.
Ante el deterioro de la separación de poderes y el asalto partidista al Tribunal Constitucional, abogaba aquí hace un año por declarar incumplido el pacto de la Transición y proponer activamente su renovación, para asegurar la representatividad y la igualdad legal de todos los ciudadanos.
Tras los pactos de investidura, esa reflexión adquiere hoy, si cabe, mayor urgencia. Si la mitad de los representantes políticos insisten en reescribir la Constitución a la medida de sus intereses y lo siguen haciendo de manera subrepticia, los ciudadanos debemos defender con mucha mayor firmeza los principios constitucionales. Llegado el caso, debemos exigir incluso que se aborde su reforma, pero de manera explícita.
Desde España, hemos contemplado con aprensión la evolución de Chile en estos últimos años. Su fallido intento de dotarse de una nueva Constitución dista de haber sido ejemplar. Pero, al menos, los chilenos han podido discutirla. En España, se nos está hurtando esa posibilidad y con ella nuestra soberanía. A espaldas del pueblo, se pergeña una ruptura constitucional regresiva y de enorme entidad sin que los ciudadanos tengamos oportunidad alguna de discutirla.