El negocio del postureo legal
The Objective, 9 de abril de 2023
Toda sociedad mercantil de tamaño medio está obligada a someter anualmente sus estados contables a auditoría externa. Muchos inversores creen que eso asegura su fiabilidad, evitando fraudes y alertando de posibles insolvencias. Sin embargo, el auditor sólo verifica la adecuación formal de las cuentas y, además, trabaja con datos que le suministra la empresa, que es su cliente y de la cual suele depender una proporción significativa de sus ingresos. Existe por ello una “brecha de expectativas” entre lo que muchos inversores esperan de la auditoría y lo que ésta realmente proporciona.
Esta brecha de expectativas aqueja también al cumplimiento o compliance normativo, mediante el cual un especialista asevera que la actividad de la empresa respeta ciertas normas legales. Es asunto grave porque este compliance ha proliferado en los últimos años, tras promulgarse reglas que, al menos de hecho, hacen imperativo su uso en materias tan diversas como los riesgos penales y laborales, la igualdad retributiva, la protección de datos, las redes sociales y pronto, si nada lo remedia, la diligencia debida en asuntos de sostenibilidad.
Pese a su discutible eficacia, estos servicios de cumplimiento se han extendido enormemente, por varios motivos, relacionados con la evolución legislativa y la propia demanda y oferta de estos servicios.
Por un lado, el idealismo legislativo conduce a promulgar leyes finalistas tan prolijas y ambiguas que muchas empresas necesitan un conocimiento especializado para estimar a qué las obligan. El compliance externo puede satisfacer esa demanda de forma más económica que un departamento interno especializado, y éste mejor que una atención generalista al cumplimiento. Por ejemplo, algunas de estas normas basan sus sanciones más en daños reputacionales que en castigos administrativos o judiciales, por lo que es incluso difícil mantenerse al día de su volátil contenido. No es casual que los proveedores de servicios de compliance destaquen esta vertiente reputacional en sus comunicaciones comerciales.
Por otro lado, muchos estados tienen una deuda pública y un déficit presupuestario mayúsculos, y los gobiernos prefieren dedicar sus recursos a comprar votos mediante subvenciones y transferencias que a reforzar las viejas burocracias de la administración pública. Por ello, en vez de potenciar la administración (policía, fiscalía, justicia) para controlar directamente el cumplimiento de la ley, encargan esa tarea al sector privado, pero cuidándose de crear nuevas burocracias supervisoras que puedan diseñar y manejar a su gusto. Éstas se encargan de acreditar quiénes pueden prestar tales servicios de cumplimiento y de vigilar que las empresas los adquieran.
Esta estrategia incluso les hace parecer menos intervencionistas. Las firmas profesionales están satisfechas de asumir esa tarea, ya que a corto plazo la obligatoriedad aumenta su demanda y les permite extender sus operaciones. No son los únicos. Entre otros proveedores interesados, se incluyen las diversas organizaciones —incluidos algunos departamentos seudouniversitarios— dedicadas a promocionar las regulaciones, definir códigos de conducta, efectuar labores de investigación y formar expertos en esas materias. Piense, por ejemplo, en la multitud de grados y posgrados en materias medioambientales y laborales, desde seguridad a igualdad y diversidad.
El compliance requiere, además, un tipo de puesto comercial que es idóneo para recolocar políticos y reguladores. Aunque estén poco cualificados, encajan bien en unos puestos desde los que pueden hacer valer sus agendas para vender servicios cuya demanda es imperativa y que, por tanto, suelen convertirse pronto en commodities, si no triviales sí poco diferenciadas. Por otro lado, al ser su contratación privada, no sufre las restricciones del acceso a la función pública, como sucedería si se hubiera encargado la supervisión del cumplimiento legal a los órganos tradicionales.
Por último, las empresas que han de pagar el compliance tienen pocos incentivos para oponerse a esas normas imperativas. Al afectar de modo similar a todas ellas (al menos, a las de igual tamaño), provocan un aumento general de costes que puede ser transmitido a sus clientes cobrándoles precios mayores, así como pagando menos a sus proveedores y trabajadores. Además, a corto plazo, el resultado de esos servicios suele facilitar el postureo moral, como sucede con el greenwashing en asuntos de medio ambiente.
El problema tiene soluciones fáciles y difíciles. Si estoy en lo cierto y dada la brecha de expectativas, procedería aligerar la obligatoriedad, ya sea generalizando la voluntariedad o, al menos, elevando los umbrales, de modo que sólo estén obligadas las empresas de gran tamaño. Alternativamente, de mantener la obligatoriedad, sería lógico reforzar la responsabilidad de quienes prestan servicios de compliance.
La solución más razonable es obvia, pero daña los intereses creados: voluntariedad del compliance y refuerzo simultáneo de los servicios públicos que se encargan tanto de la producción legislativa como de vigilar y, sobre todo, enjuiciar el cumplimiento normativo, lo que incluye desde los diversos tipos de policía a la fiscalía y la judicatura. A la vez, urge suprimir sus sucedáneos decorativos, como las “oficinas antifraude”.
Mientras tanto, quizá debamos indagar si las falacias parasitarias son más impenetrables cuando se expresan en jerga. Si se confirma, convendría hablar menos de compliance, expectations gap y due diligence, anglicismos que disimulan mal la desnudez de estas modas tan campanudas.