El modelo de bienestar ha matado la iniciativa individual
The Objective, 26 de noviembre de 2024
“Hay que contener el modelo de bienestar, ha matado la iniciativa individual”
Benito Arruñada (Vegadeo, Asturias, 1958) es catedrático de Organización de Empresas de la Universidad Pompeu Fabra, profesor afiliado de la Barcelona School of Economics e investigador de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (Fedea).
Pero currículo aparte, Arruñada es sobre todo una persona a la que no le duelen prendas cantarle las verdades del barquero al sursuncorda y, si por el camino va o no haciendo amigos, allá ellos. Desde una contra de La Vanguardia proclamaba hace unos años: «No culpéis a los políticos, la culpa es nuestra». Y añadía que los españoles no nos informamos antes de votar, que los gobernantes nos mienten porque queremos que nos mientan y que, en el fondo, «seguimos siendo católicos».
¿Entienden cuando les digo que a Arruñada no le importa si por el camino va a o no haciendo amigos?
En una humilde y breve entrevista les ha pateado la cabeza a los políticos, a los votantes y a los católicos, pero todos y cada uno de sus exabruptos tienen un sólido fundamento. Arruñada es antes que nada un científico. Ha consagrado su carrera a averiguar qué hace posible que surjan los mercados y prosperen las empresa y su conclusión es que la clave está en el entorno institucional, entendiendo por tal desde lo más concreto, como el respeto de la propiedad privada, hasta lo más abstracto, como los sistemas morales.
De ahí su observación de que «seguimos siendo católicos».
Podría haber empezado nuestra conversación (de la que sigue una versión extractada y editada) pidiéndole justamente que nos aclarara que tiene que ver la catolicidad con el destino, pero ya llegaremos a ello.
Antes me ha parecido más adecuado darle la enhorabuena, porque la Real Academia de las Ciencias de Suecia ha concedido este año el Nobel a Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson, cuya investigación concluye que las naciones se enriquecen cuando despliegan instituciones incentivadoras del trabajo y la inversión y, en buena medida, democráticas.
Pregunta- ¿Qué te ha parecido el premio? Deirdre McCloskey dice que Acemoglu, Johnson y Robinson son unos académicos aseaditos, de B+, o sea, de notable alto, y que la democracia no garantiza la prosperidad. A los chinos, desde luego, les ha ido muy bien sin libertades políticas.
Respuesta- Puede que a McCloskey no le falte razón… Hace años tendía a pensar que las instituciones eran más importantes de lo que lo pienso hoy. En cierto modo, es una fórmula demasiado cómoda…
P.- El concepto de instituciones es demasiado amplio y cabe de todo.
R.- Hay quien incluye la moral, aunque la mayoría no lo hacemos. El énfasis se suele poner en las instituciones formales [mercados competitivos, poder judicial independiente, educación universal, sistema financiero inclusivo], a menudo por motivos espurios, porque el paso siguiente es plantear su control. McCloskey hace precisamente esa advertencia: «¡Ojo, que la investigación de gente como Acemoglu y sus coautores lo que viene es a justificar el intervencionismo estatal!» Por el contrario, los aspectos culturales a los que ella atribuye el desarrollo económico [como las virtudes burguesas que exaltan la libertad, la innovación y el emprendimiento] son menos susceptibles de ser invocados por los políticos [porque implican básicamente que hay que dejar en paz a la gente]… Conviene ser cauto con estas teorizaciones. Mi conclusión, después de muchos años de estudio de las instituciones, es que es muy difícil establecer causalidades.
P.- Entrevisté a Robinson en 2016, a raíz de la publicación en España de ¿Por qué fracasan los países?. Me contó que desde los años 70 se admitía que la calidad institucional y la prosperidad estaban vinculadas. Lo que se discutía era si la calidad institucional traía la prosperidad o si, por el contrario, la prosperidad traía la calidad institucional. Robinson me dijo que Acemoglu, Johnson y él habían demostrado que la democracia generaba riqueza con ayuda del experimento natural que supuso la expansión colonial. [Elaboraron una base de datos con 75 antiguos asentamientos y comprobaron que el nivel de prosperidad de partida no afectaba al marco político, pero que el marco político de partida sí afectaba al nivel de prosperidad].
R.- Creo que hay bastante consenso en que este tipo de cuestiones no son contrastables con el mismo grado de certidumbre que en física, química o biología. Lo que la sociología de la ciencia explica es que, igual que sucede en otros ámbitos, en el del conocimiento se dan modas que se hacen más o menos dominantes.
P.- Y ahora lo que se lleva es el institucionalismo…
R.- Se llevaba, la Academia Sueca va con unos años de retraso… Los llamados experimentos naturales, que constituyen la parte central de la investigación de estos autores, han sido bastante controvertidos e incluso me atrevería a decir que refutados. Como mínimo, hay explicaciones alternativas que apuntan en otra dirección y atribuyen la prosperidad a la educación, la cultura, el capital humano, la innovación… Tenemos que aceptar que estamos ante sistemas muy complejos y, sobre todo, debemos ser prudentes a la hora de sacar consecuencias prácticas. Una cosa es la teoría y otra, el uso político que se hace de ella.
P.- La referencia a las élites extractivas fue un banderín de enganche de Podemos.
R.- La tesis la enarboló Podemos, pero después de que la popularizaran muchos economistas y publicistas. No hace falta una gran perspicacia para comprender que una explicación en términos de élites extractivas tiene bastante de maniquea y de simplificación interesada. ¡Por supuesto que hay élites extractivas! Pero si miramos de frente a la sociedad española, también descubriremos que hay masas extractivas.
P.- ¿Qué son las masas extractivas?
R.- Pensemos en las elecciones generales [de 2023]. Como economista, tiendo a pensar que en su resultado influyeron mucho unos niveles de gasto público y endeudamiento cuyo propósito era mejorar los ingresos de ciertos colectivos, como los pensionistas y los funcionarios. A estos últimos se les subió el sueldo cuando en el sector privado se le rebajaba a todo el mundo.
P.- Los pensionistas y los funcionarios serían esas «masas extractivas»…
R.- Exacto. Yo llevo muchos años siendo funcionario y me asombró que nos aumentaran la paga en plena pandemia, cuando no impartíamos más que clases online. Y de las pensiones hay infinidad de estudios que demuestran que han alcanzado cotas insostenibles [aquí, aquí y aquí]. Tenemos un sistema extraordinariamente generoso para los estándares europeos, con una prestación media que está por encima de lo que cobran los más jóvenes [1.463 euros al mes frente a 1.315 euros en 2022]. Considerado todo en conjunto, me parece más apropiado hablar de masas extractivas que de élites extractivas.
P.- Las masas cuentan con la legitimidad que da la mayoría democrática.
R.- Sin duda, pero lo que me preocupa de este lenguaje [sobre élites y castas] es que favorece mensajes muy populistas que engañan a un gran número de votantes, desvían su atención e impiden que tomemos las medidas correctivas adecuadas.
P.- ¿Cuáles serían esas medidas?
R.- Reformas que saneen el gasto público y reduzcan la carga impositiva. En lugar de dedicar todos los esfuerzos a redistribuir la tarta, tendríamos que concentrarnos en producir más y aumentar su tamaño.
P.- Dejé colgada antes la pregunta sobre la religión. ¿Por qué la culpa de lo que nos pasa a los españoles es que seguimos siendo católicos?
R.- Eso se lo dije a un entrevistador de La Vanguardia hace diez años. No me desentiendo de ello, en absoluto, porque sigue teniendo algo de verdad. Aunque aparentemente vivamos de espaldas a la Iglesia y seamos cada vez más laicos, culturalmente seguimos siendo muy católicos, en el sentido de que no nos gusta el control mutuo. En un país protestante, un señor que va por la calle te riñe si te ve cruzando con el semáforo en rojo. Aquí eso no le preocupa a nadie. El control está jerarquizado y lo ejercen desde arriba o la policía o el jefe.
P.- Vi un programa de televisión sobre Finlandia en el que explicaban que cualquiera puede consultar tu expediente tributario y, si ve que tus ingresos declarados no cuadran con tus gastos, se chiva a Hacienda. En España eso sería impensable.
R.- Quizás antes, ahora no estoy tan seguro. La Seguridad Social ha abierto canales de denuncia anónima y cosas por el estilo… Pero en los países mediterráneos persiste cierta aversión al control mutuo. Se han realizado experimentos en los que se pide a un grupo de individuos que contribuyan a un fondo común. El experimentador distribuye a tal efecto entre ellos un múltiplo del total a aportar y la mayoría contribuye, pero otros se quedan con el dinero. ¿Qué sucede cuando se permite a los participantes sancionar a estos gorrones y, a continuación, se repite la prueba? Obtienes reacciones muy distintas, dependiendo de dónde te encuentres. En Nueva York o Zúrich los gorrones, ante el temor a ser castigados, se transforman en contribuyentes, pero en Atenas o El Cairo los que quedan señalados son los sancionadores y aumentan los gorrones. En lugar de que los buenos conviertan a los malos, son los malos los que convierten a los buenos.
P.- Y los españoles, ¿en dónde quedaríamos?
R.- A mitad de camino entre los griegos y los suizos. Somos un país bastante personalista, y esto es bueno y es malo. Es bueno porque se fomenta la familia y se protege a los amigos en época de crisis, lo que proporciona solidez a la sociedad. Más que un estado de bienestar, en España lo que tenemos es una familia de bienestar, y con ello hay que contar, porque no parece que vaya a cambiar a corto plazo.
P.- También es malo porque la dependencia de la familia hace que muy pocos españoles estén dispuestos a cambiar de provincia para encontrar trabajo.
R.- Otra restricción a la movilidad es la tributación de la vivienda. El impuesto sobre la propiedad, el IBI [impuesto sobre bienes inmuebles], es relativamente bajo, pero el que grava la venta, el ITP [impuesto de transmisión patrimonial], es descomunal. En Cataluña es del 10%, incluso del 11% a partir de un millón. En Estados Unidos el régimen es completamente distinto. Allí, en los sitios donde el ITP es más alto, no llega al 1%, y lo normal es que ni exista. El equivalente al IBI, por su parte, es más elevado que aquí. El resultado es que en Estados Unidos la gente cambia de casa cada siete años y en Madrid, cada 30 años. En Barcelona es peor todavía: cada 47 o 48 años, lo cual es congruente con que el ITP sea en Madrid del 6% y en Barcelona, del 10%-11%, casi el doble.
P.- Eso no ayuda a reducir el paro…
R.- Y explica que millones de viviendas permanezcan vacías o infrautilizadas, porque sale fiscalmente caro venderlas y barato mantenerlas. También hay muchos matrimonios mayores cuyos hijos se emanciparon hace tiempo, pero que siguen ocupando un piso enorme, porque con la actual estructura de incentivos no les compensa desprenderse de él y mudarse a otro más pequeño.
P.- Otro problema de España, en general, y Cataluña, en particular, es cierto desprecio por la propiedad privada.
R.- La Constitución recoge los derechos económicos, pero como si fueran de segunda división. La huelga o la sindicación están más protegidas que la propiedad o la libertad de empresa. Ha habido, encima, sentencias del Tribunal Constitucional que los constriñen aún más, por no hablar de la última ley de vivienda o del tratamiento que se está dando a prácticas como la ocupación… Y lo que a los españoles nos entra aún peor en la cabeza es la libertad contractual. Cuando dos particulares llegan a un acuerdo, la regla debería ser no interferir, pero somos tan ordenancistas y tan estatistas, que no podemos reprimirnos y, al final, lo que consigues es que la gente simplemente se abstenga de contratar.
P.- ¿No piensas que el ordenancismo tiene que ver con esa tradición tan francesa de que los intelectuales son como mandarines y saben mejor que nosotros lo que queremos?
R.- Pienso que tiene que ver más bien con el idealismo del siglo XIX, como estudió mi querido amigo [el historiador de la economía] Pedro Fraile, que nos dejó hace bien poco. En España ya apenas se hacen propuestas legislativas que no sean imperativas. Nuestros juristas no suelen pensar en términos dispositivos. Parecen estar convencidos de saber lo que conviene a todo el mundo. Es un error colosal, puramente idealista en el peor sentido de la palabra, porque la realidad es múltiple y, sobre todo, nadie la conoce mejor que las partes involucradas. Sucede igual con la separación de poderes, que no la valoramos. Preferimos el consenso, que es otra forma de idealismo. Creemos que todo se resuelve mediante el consenso. «Hace falta un gran pacto nacional por la vivienda», proclaman unos. «Y por la educación», dicen otros. ¿Perdone? No, con la vivienda, lo mismo que con la educación, hemos ido en una dirección absolutamente equivocada, y lo que hay que hacer es dar media vuelta, no pactar nada.
P.- En un artículo de THE OBJCETIVE decías que «la vivienda escasea porque así lo queremos».
R.- Claro. Si nos damos las leyes que nos damos, ¿cómo no van a faltar pisos? ¿Quién en su sano juicio arrienda uno hoy en día? Dicen que se han encarecido muchísimo. Yo no lo sé, porque es difícil saber cuál es el precio real, es decir, el efectivamente cobrado, que difiere cada vez más del precio contratado. Pero lo que sí está claro es que la rentabilidad de la inversión en vivienda es muy baja. Es tan mal negocio, que las empresas dedicadas a esto han huido. [En el primer trimestre de 2024, la inversión en el sector residencial español cayó un 40% respecto del mismo periodo de 2023].
P.- Hace poco, el Sindicato de Inquilinas amenazó con una huelga de pago de alquileres.
R.- Lo único que conseguirá será reducir más la oferta. Las consecuencias de toda esta legislación supuestamente bienintencionada las conocemos bien los que tenemos cierta edad. Acuérdate de cómo se desmoronaban las casas con pisos de renta antigua en nuestras ciudades. ¿Y por qué? Porque cuando congelas los alquileres, a los dueños de los inmuebles no les trae cuenta rehabilitarlos y los abandonan hasta que se caen. La gran expansión de nuestras ciudades se produjo entre 1848 y 1920, en un régimen de libertad de precios. Las casas del barrio de Salamanca o del Ensanche barcelonés se construyeron para alquilarlas. Era un mercado boyante que empezó a desaparecer con el decreto Bugallal de junio de 1920 [que prorrogaba «con carácter obligatorio» los contratos de arrendamiento «de las poblaciones de más de 20.000 almas»]. Inicialmente iba a estar vigente 18 meses [hasta el 31 de diciembre de 1921]. En la práctica, se prolongó hasta 1985…
P.-…en que Miguel Boyer impulsó su famoso decreto [que, entre otras medidas, daba total libertad al propietario para fijar el alquiler].
R.- También ahora se han congelado o semicongelado los alquileres a raíz del covid. [En 2024 solo se pueden subir un 3%]. Se supone que es algo provisional, pero cuanto más tiempo pasa, más difícil resulta revertir la medida, porque la diferencia entre el precio congelado y el de mercado se hace mayor. Yo entiendo que los políticos se pongan estupendos y hagan una declaración de los derechos del inquilino. Seguro que les viene bien a las familias vulnerables que ya estén alquiladas. Pero las familias vulnerables sin hogar van a tener muchos más problemas para encontrar uno. Porque, además, los pocos pisos que los propietarios saquen al mercado irán a manos de quienes presenten mayores garantías: empleo fijo, sueldo alto, pocos niños pequeños… Es lo que se ha visto en Barcelona: los cambios regulatorios han perjudicado a los más débiles.
P.- Otro asunto que está ahora mismo en lo alto de la agenda europea es la inmigración. ¿Qué hay que hacer con ella? Porque si España ha crecido estos últimos años ha sido en gran medida gracias a la afluencia de extranjeros.
R.- No solo ha crecido la economía gracias a la inmigración, sino la propia población, porque los españoles no tenemos hijos. Nuestra tasa de fecundidad es [de 1,16 hijos por mujer en edad fértil] inferior a la de reemplazo [de 2,1 hijos]. Esto plantea problemas que son de sobra conocidos. Asistimos en cierto modo a un suicidio cultural, y no solo en España. Dentro de 50 años nuestra sociedad no se parecerá en nada a la de hace 25. Y eso puede ser bueno o malo, no lo sé.
P.- Pero, ¿qué hay que hacer? Porque hay un montón de trabajos que los nacionales nos negamos a hacer.
R.- Están generalmente en sectores de poco valor añadido, y eso es lo primero que conviene advertir. Porque hay quien sostiene que los inmigrantes van a pagarnos las pensiones, pero con sus bajos niveles de productividad difícilmente vamos a garantizar la sostenibilidad del estado de bienestar.
P.- ¿Y cuál es la solución?
R.- Llevar a cabo las reformas necesarias para que la economía empiece a funcionar. España lleva dos décadas perdiendo posiciones en Europa. [Nuestro PIB per cápita, que suponía el 97% de la UE a principios de este siglo, había caído al 86% en 2022]. Y al retraso de España respecto de Europa hay que sumar el retraso de Europa respecto de Estados Unidos. No podemos de ninguna manera estar satisfechos con la situación actual, necesitamos ser más competitivos. Algunos actores, como las compañías exportadoras, sí muestran gran dinamismo, pero tenemos un sector público que no es en absoluto eficiente y cuyo peso ha crecido extraordinariamente desde la pandemia.
P.- ¿Pero qué planteas hacer con la inmigración? No me has contestado…
R.- Empieza a ser obvio que la inmigración descontrolada es difícilmente compatible con el estado de bienestar, así que hemos de elegir y actuar en consecuencia. Pero no se trata solo de hacer, sino también de dejar hacer. Con la inmigración, lo mismo que con la economía general, lo que procede es eliminar barreras para que la economía se reoriente por sí misma hacia actividades más productivas. Nuestras empresas son perfectamente capaces de organizar la contratación laboral en los países de origen, lo que llevaría a que los inmigrantes llegaran con un contrato de empleo, un paso fundamental en su integración.
P.- ¿Habría que bajar los impuestos?
R.- Necesitamos un giro de 180 grados. Ahora mismo, en España se castiga la inversión, el trabajo y el ahorro y se subvenciona el consumo. A eso habría que darle la vuelta, pero ¿qué partido te va a subir el IVA y bajar el IRPF? No hay ninguno que apueste por ello, y no debemos culparles. Esto es una democracia y, a tales vasallos, tales señores.
P.- Es lo que han hecho los nórdicos…
R.- Los españoles somos alérgicos a estas medidas. Luego nos quejamos de las élites extractivas, pero en vivienda y en fiscalidad tenemos lo que queremos. Nuestros grandes pecados se corresponden con nuestras características demoscópicas. Tenemos una regulación muy estatista porque somos muy estatistas. Cuando a la gente le preguntas quién es el responsable del bienestar, te contesta: «El Gobierno».
P.- Más temas de nuestro tiempo: el rechazo del otro ya no se detiene en los inmigrantes, sino que se ha extendido a los turistas. Se convocan manifestaciones masivas contra ellos.
R.- El turismo genera externalidades negativas: ruido, atascos, presión sobre la vivienda y los precios en general… Una solución podría estar relacionada con los impuestos. ¿Cuánto IVA pagan los servicios turísticos en España?
P.- No lo sé…
R.- La hostelería y la restauración están gravadas con el 10% [frente al 21% del tipo general]. Habría que hacer el IVA absolutamente neutro.
P.- En Dinamarca es del 25% para casi todo, con muy pocas excepciones.
R.- Aquí en España tiene, por el contrario, infinidad de agujeros.
P.- Forma parte de nuestra cultura fiscal decir que el IVA carece de progresividad y es, por tanto, injusto, porque no redistribuye.
R.- Pero se pueden separar perfectamente las dos cosas: recaudar con el IVA y redistribuir con el IRPF y el gasto público. No es necesario que todas las figuras fiscales sean progresivas, porque eso distorsiona mucho y desincentiva la inversión, el esfuerzo e incluso la formación. Piensa en un licenciado que duda entre dos empleos. Ambos están igualmente remunerados, pero uno de ellos brinda más posibilidades de progreso, aunque requiere también mayor formación. Si el chico ve que al final lo vamos a machacar en el IRPF y no va a disfrutar de una diferencia apreciable de ingresos, se lo pensará dos veces antes de seguir preparándose.
P.- Buena parte de los problemas que hemos abordado forman parte de lo que tú llamas la decadencia del modelo socialdemócrata. ¿En qué consiste?
R.- La socialdemocracia proporcionaba inicialmente una red de seguridad de mínimos, pero la hemos ido ampliando y transformando en derechos todo tipo de deseos y, a base de agrandar la cobertura, hemos matado la iniciativa individual. Nadie asume riesgos ya. Ha surgido un ciudadano muy dependiente y muy manipulable, y la cuestión es si todo esto es compatible con la democracia. Tenemos unas masas extractivas que reclaman un pedazo mayor de una tarta que crece cada vez menos, porque nos hemos centrado absolutamente en la distribución.
P.- ¿Qué podemos hacer?
R.- Volver a los orígenes, contener el modelo de bienestar, recuperar los incentivos individuales y, sobre todo, no tener nunca como objetivo la igualdad de resultados, sino la igualdad de oportunidades. En el fondo, cuando en esta entrevista hablábamos del precio de los alquileres o de la libertad contractual, estábamos dándole vueltas a lo mismo: ¿quién debe tomar las decisiones: los individuos o las autoridades? Si seguimos permitiendo que las autoridades decreten cómo se asignan cada vez más recursos, vamos poco a poco hacia un neocomunismo a la cubana. Y sabemos bien cómo acaba el experimento: con unos pocos que viven muy bien y la mayoría sumida en la miseria o el exilio.
P.- No queremos acabar así, no…
R.- Y déjame decir una cosa más, porque a veces me tachan de pesimista, pero no lo soy. Todo lo contrario. Estoy firmemente convencido de que con muy pocos cambios este país puede dar un gran salto adelante. Lo vimos en 1957, en 1985 y, más recientemente, en 2012, cuando nos impusieron unas reformas mínimas y la economía rebotó rápidamente. Lo único que tenemos que comprender es que para salir del pozo hay que empezar por dejar de cavar.