El misterio de nuestros éxitos

The Objective, 1 de enero de 2023

Nos agrada que España sea líder mundial en asuntos de mérito, como el ferrocarril de alta velocidad o los trasplantes de órganos. Es natural sentirse orgulloso de logros importantes, tanto del pasado como del presente, desde un imperio menos sombrío de lo que muchos quieren creer a una transición política ejemplar o unos estándares de bienestar envidiables.

Reconocer nuestros éxitos puede incluso compensar la fe de mucho español inmaduro en todo tipo de leyendas negras. Sin un mínimo de autoestima resulta difícil mantener la unidad necesaria para convivir en paz. Pero los panegíricos, por su carácter literario e idealista, suelen marginar aspectos esenciales. Aplauden los éxitos sin atender a la adecuación de medios y fines; y tienden a ignorar, en especial, toda referencia a su coste y al uso alternativo de los recursos gastados para alcanzarlos. Hay incluso quien los atribuye a la supuesta ejemplaridad de la ciudadanía para establecer un falso contraste con nuestros políticos, reviviendo así la nociva excusa maniquea del “¡Dios, qué buen vasallo si hubiera buen señor!”.

En realidad, vistos de cerca, los logros son más equívocos de lo que parecen. Sucede con los hitos históricos. Rara vez se entra a considerar si el imperio mereció la pena para la metrópolis; o si la transición democrática fue tan ingenua que entrañaba riesgos insalvables a largo plazo. Pero la ambigüedad es más obvia en los logros contemporáneos.

Por ejemplo, al usuario de AVE le cuesta creer que éste sea un derroche, por mucho que las evaluaciones coincidan en afirmar que el coste social de la red de alta velocidad excede sus beneficios. Tenemos la red más densa del mundo, pero es la menos utilizada. Y el del AVE no es un caso único. Puede incluso que sea categoría, de modo que muchos otros logros, desde las energías renovables a la alta cocina o el deporte, serían también fruto de una asignación desproporcionada de recursos. Presumimos de nuestra larga esperanza de vida, pero esa ventaja se esfuma en cuanto comparamos años ajustados por “calidad de vida”. No es agradable encarar el hecho de que la mayoría de las personas valoramos más un año de vida a los 30 que a los 90. Somos expertos en vivir hasta los 90, pero olvidamos los sacrificios que eso comporta a los 30.

Amén de que esos sacrificios no sólo se deciden por terceros sino que los realizan personas de generaciones distintas a quienes los disfrutan. Algo parecido a lo que sucede con el AVE, que beneficia más al pudiente que al usuario de Cercanías. Tal parece que estos logros responden a que la participación política de los supuestos vasallos es defectuosa. El riesgo de injusticia es notable, pero se manifestaría entre grupos de ciudadanos, más que entre ciudadanos y políticos.

También nos alegran los triunfos de nuestros campeones deportivos sin que nos preguntemos el porqué de esa insólita concentración de éxitos. No sería razonable atribuirla a una ventaja del carácter nacional, sino a que invertimos mucho en formación deportiva. Deberíamos indagar las razones de esa sobreinversión. ¿Por qué muchos padres españoles están más dispuestos a invertir en el plano deportivo que en el escolar? ¿Por qué toleran que los entrenadores de sus hijos sean más exigentes que sus maestros? A juzgar por su actitud, la inversión deportiva debe de ser más rentable que la académica. ¿Por qué? ¿Acaso tenemos más campeones deportivos que científicos porque en el deporte se compite bajo reglas más justas y previsibles? La sobreinversión y los logros deportivos tal vez nos dicen que es menos rentable estudiar porque en España las buenas “colocaciones” aún dependen demasiado de la suerte y los enchufes.

Muchos de nuestros éxitos encierran lecciones ocultas. Que un país mediano como España sea líder mundial en algo debe llevar a preguntarnos si ese logro es en verdad meritorio (e.g., Zara) o, por el contrario, encierra una anomalía. En principio, más que como éxitos absolutos, debiéramos contemplarlos como avisos de que sucede algo raro, algo que tal vez guarde relación con un fallo de las decisiones colectivas que nos lleva a asignar demasiados recursos a esa actividad, de modo que los últimos recursos gastados serían más útiles si los dedicásemos a otros fines.

Tal vez sería preferible tener menos líneas de AVE pero mejores ferrocarriles de cercanías y mercancías, o aliviar los impuestos que gravan de forma tan lesiva el empleo y las actividades productivas. O bien tener menos deportistas pero más y mejores científicos, jueces y hasta políticos. Incluso podría ser razonable vivir menos años, siempre que los pudiésemos vivir mejor.

Aprendamos de nuestros éxitos a ser optimistas, pues demuestran nuestra potencialidad; pero no los usemos como excusa para ser complacientes, como si su existencia demostrase que ya lo estamos haciendo bien. Lo máximo suele ser enemigo de lo óptimo y a menudo esconde un derroche. Los récords de eficacia no son per se buenas noticias, sino meras señales que conviene entender para aprender a reformarnos.

Una sociedad próspera debe ir más allá de la mera eficacia en cuanto a los beneficios y aprender a compararlos con los costes. Superar el maniqueísmo de la eficacia requiere pensar en términos de eficiencia. Requiere un economicismo honesto, no el economicismo hipócrita que habla sólo de beneficios para disfrazarse de idealismo, escamoteando así tanto el coste social de esos beneficios como el hecho de que a menudo se reparten injustamente.