El lobo capitalista como chivo expiatorio
The Objective, 14 de agosto de 2022
Durante la mayor parte del siglo XX, se enseñaba en nuestras escuelas que existían en el mundo dos sistemas económicos alternativos, socialista y capitalista. En la tercera década del siglo XXI, la abundancia de quejas por un “capitalismo que... se está haciendo incontenible” sugiere que esa simplificación aún distorsiona la percepción de la realidad y, con ella, nuestra capacidad para entender los desafíos que confrontamos.
Ciertamente, esa dicotomía tenía visos de realidad, porque las economías socialistas de la Unión Soviética, la China maoísta o la Cuba de Fidel Castro eran más “planificadas” que las economías occidentales, de las que son protagonistas los individuos al tomar decisiones libremente en el mercado. Sucedía así incluso en países como la España franquista, pese a que contaban con enormes empresas públicas, organizaban la economía mediante “planes de desarrollo” y sujetaban a control administrativo todo tipo de cuestiones, desde el crédito a la localización industrial.
No obstante, al presentarnos ambos sistemas como alternativos, se escondía la auténtica competencia entre modos de organización económica y, como consecuencia, las opciones realmente disponibles para las decisiones sociales, que, lejos de referirse a categorías absolutas, suelen tener carácter incremental. Además, en todos los sistemas, las decisiones económicas pueden estar descentralizadas en manos de empresas, trabajadores y consumidores; o bien centralizadas en órganos individuales o colegiados cuya naturaleza es necesariamente política: parlamentos, gobiernos, ministerios, etc., con sus correspondientes representantes y funcionarios. La antigua planificación, como sus hermanas más jóvenes, la regulación y la evaluación de políticas, se nos presentan como procesos racionales e independientes, incluso con aspiraciones científicas, pero esa presentación es sólo un disfraz más intelectual que racional de la política.
Por ello, la cuestión clave es si una decisión concreta se toma por los individuos o por órganos políticos. Además, no sólo importa cuánto pesa cada modo de decidir sino cómo interactúan entre ellos. Una pieza fundamental de esa interacción es que existe siempre una jerarquía entre ambos modos de decisión. En todo sistema, no sólo la eficacia sino la propia extensión y hasta la existencia del mercado vienen dadas por decisiones políticas que delimitan el terreno de juego, establecen las reglas aplicables y determinan qué decisiones se toman libremente por los individuos en el mercado.
El mercado sufre así dos graves limitaciones en su competencia con la política. La primordial es intrínseca: el mercado necesita de la política, del estado, para crear sus propios fundamentos institucionales (paz, seguridad, estado de derecho), lo que proporciona mil excusas a quienes tienen un interés privado en extralimitar las funciones del estado, incluyendo a las propias empresas capitalistas.
El propio mercado es, además, víctima del típico fallo de acción colectiva. Individuos y empresas tienen interés en dedicar recursos para extraer beneficios privados (por ejemplo, restricciones a la competencia); pero, al lograrlos, están perjudicando y poniendo en peligro el propio sistema, al cual hacen más político. Incluso en competencia incurren a menudo en conductas que generan notables externalidades negativas en el mercado de las ideas, como ha sucedido estos últimos años al suscribir prácticas woke y de “responsabilidad social corporativa” que sirven intereses minoritarios y debilitan las bases intelectuales del propio mercado. Cuánto más ha aumentado la competencia en Hollywood, más películas anticapitalistas empezaron a producir las grandes multinacionales. Carece de fundamento la creencia de los enemigos del mercado —aquellos que querrían decidirlo todo mediante la política— cuando imaginan que los capitalistas conspiran para sostener el sistema. A menudo, trabajan para destruirlo.
Por ello, también resulta llamativo el derrotismo con el que se contempla desde el socialismo de raíces y apegos comunistas la situación actual del capitalismo, al que atribuyen una posición de dominio que dista mucho de ser real. Desde principios del siglo XX, el peso relativo de la política no ha parado de crecer y, tras experimentar retrocesos mínimos durante breves períodos, retorna con fuerzas renovadas con ocasión de todo tipo de crisis. Así hemos llegado a plantarnos en 2022 en una situación similar a la de hace 50 años, sobre todo en Europa, y no sólo por el callejón sin salida de una estanflación que Ucrania y la encerrona política del Euro hacen intratable, sino por haber resucitado viejas fórmulas de política industrial con la inefable Next Generation. Se trata de políticas que hace medio siglo se hubieran juzgado trasnochadas, pero que hace pocos meses, antes de constatar sus pobres resultados, concitaban un apoyo casi unánime.
Ni los nostálgicos de la antigua Unión Soviética ni sus socios socialdemócratas reconocen que ya han politizado —e incluso sovietizado— gran parte de nuestras sociedades. No lo quieren ver porque les desagrada el resultado, que achacan al feroz lobo capitalista. Pero observen que tampoco les gustaba la Unión Soviética real. Hoy, como ayer, siguen instalados en un cómodo sueño idealista. Su falso derrotismo acerca de una realidad crecientemente política les permite prescribir aún más politización de las decisiones sociales, amén de evadir su propia responsabilidad por ese exceso de politización.