El desafío de Europa: Cambio o caos
The Objective, 12 de enero de 2025
La influencia de Elon Musk, dueño de la red social X (la antigua Twitter) y recientemente encargado por Donald Trump de reducir la burocracia federal en Estados Unidos, se ha convertido en el eje de la política europea. Sus críticas y posicionamientos han sacudido ya al establishment continental, exponiendo sus flaquezas y temores. Lo novedoso de su aparición, su estilo disruptivo y su independencia inspiran miedo y generan reacciones reveladoras.
Amparados en los errores y exageraciones de Musk, así como en su control del algoritmo de Twitter, los líderes europeos, en lugar de afrontar los problemas reales que éste señala, como la inmigración y la inseguridad, han reaccionado con una actitud defensiva. Han planteado incluso prohibir Twitter, han animado a la Comisión Europea a perseguirlo y han sugerido que su reciente entrevista a la líder del AfD alemán podría constituir financiación ilegal. Esta idea podría ser usada para anular elecciones, como sucedió el pasado diciembre en Rumanía. Para Musk, estos ataques en un mercado secundario como es el europeo no suponen gran novedad: en los últimos años, sus empresas han sido objeto de once investigaciones por siete de los grandes órganos reguladores de Estados Unidos, particularmente intensas cuanto más apoyaba a Trump.
Sería suicida, pero es probable que nuestros líderes persistan en su estrategia porque, en el fondo, viven en otra era. Su actitud refleja su distancia de la realidad: algunos quizá hasta se creen sus medias verdades. Como pusieron de manifiesto al configurar la nueva Comisión Europea, su inmovilismo nos arriesga a un choque en el que incluso peligra el futuro de la democracia.
Tras abrir Musk al público los Twitter Files y, de nuevo, tras el reciente e insólito reconocimiento por parte de Mark Zuckerberg, quedó demostrado que los viejos medios de comunicación y las grandes redes sociales actuaban como guardianes de la verdad oficial. Cediendo a la presión de sus gobiernos y empleados, censuraron debates cruciales durante la pandemia, como los relativos al origen del virus o a la eficacia de las mascarillas y los confinamientos. Estas plataformas bloquearon temas y acallaron voces con el pretexto de combatir la desinformación, mientras impulsaban un relato único que, en gran medida, resultó ser incorrecto. Casos como la corrupción del hijo de Joe Biden o la senilidad del propio presidente han evidenciado cómo gobiernos, medios y redes colaboraban para manipular a la opinión pública y, además, con un claro sesgo partidista.
En este contexto, Musk ha sido la principal fuerza disruptiva. Su compra de Twitter y su decisión de eliminar la censura de contenidos han puesto en primer plano temas deliberadamente ocultados, empezando por la propia censura anterior. El caso de Rotherham, una ciudad británica donde más de mil niñas sufrieron abusos sistemáticos mientras las autoridades callaban por temor a romper con el credo oficial y provocar tensiones étnicas, ilustra cómo Musk empuja a los líderes a confrontar verdades incómodas. A través de su plataforma, ha logrado que asuntos y políticos considerados tabú regresen al debate público, desafiando el silencio y los cordones sanitarios impuestos por los gobernantes en el poder.
En la misma línea, Mark Zuckerberg, CEO de Meta, acaba de reconocer que sus empresas (incluidas Facebook, Instagram y WhatsApp) censuraron contenidos. Promete ahora “restaurar la libertad de expresión” en estas plataformas. Ha decidido abandonar las políticas identitarias y seguir el modelo de Musk, despidiendo a los fact-checkers humanos, que han sido criticados por mostrar un notable sesgo izquierdista. Reemplazará esta censura centralizada por un control transparente y descentralizado, basado en las “notas de comunidad” del tipo de Twitter, un sistema que equivale a un crowdfunding de ideas, pues son los propios usuarios quienes valoran y agregan contexto a las publicaciones marcadas. Supone, pues, un control abierto y participativo del mercado de ideas y noticias. Se equivoca, en cambio, la directiva europea de servicios digitales cuando obliga a las redes a emplear censores especializados. Hoy por hoy, nadie sabe cuál es la solución socialmente deseable, por lo que es prematuro establecer reglas imperativas. Además, está por ver que Europa tenga fuerza suficiente para aplicarlas.
No es el único error. Figuras como Emmanuel Macron y Keir Starmer han acusado a Musk de desinformar y alimentar movimientos reaccionarios. Aunque parte de sus críticas sean atendibles, los mismos gobernantes que han manipulado el debate público tienen escasa autoridad moral para criticar a Musk. Además, resulta llamativo que se preocupen tanto por los contenidos de Twitter, pero eludan abordar los riesgos que representa TikTok, una red con más audiencia y bajo control del gobierno chino. Esta diferencia tiene su lógica: bajo Musk, Twitter pone en riesgo el poder de los gobernantes, mientras que la amenaza de TikTok pende sobre el futuro y supone un riesgo no tanto para ellos como para los ciudadanos.
Lo más grave es que el enroque negacionista de los líderes europeos sólo agrava los problemas. Ignorarlos intensifica el descontento social y abre la puerta a un populismo más extremo. Nos guste o no la forma en que Musk plantea estas cuestiones o las posturas políticas con las que decida alinearse, los problemas que señala son reales y no desaparecen con el silencio; al contrario, se agravan. Más aún: ante sucesos como los de Rotherham, el silencio oficial resulta más inmoral que la exageración de Musk. Es cierto que la exageración puede provocar reacciones emocionales y excesivas, pero el silencio condona y, quizá, perpetúa crímenes reales.
Es la negativa de las élites a abordar los problemas reales lo que ha generado el vacío que figuras como Musk ahora ocupan para canalizar el descontento popular. Es cierto que su fortuna le permitió adquirir Twitter, pero su influencia sería nula sin el descontento masivo que antes había sido silenciado.
La cuestión hoy no es si figuras como Musk y Trump representan un peligro o una solución, sino lo que su ascenso revela sobre el estado actual de nuestras democracias y el absentismo de sus líderes. Como advierte Niall Ferguson, cuando las élites se desconectan de la realidad social, las “repúblicas” suelen sucumbir al populismo y transformarse en “imperios”. Si las élites no corrigen su rumbo —como han empezado a hacer en Estados Unidos—, el enfrentamiento con figuras como Musk y los 212 millones que le siguen podría ser el preludio de un cambio en esa dirección.