El asalto al sector eléctrico
La Información, 10 de julio de 2023
Si los ciudadanos no entendemos ni el recibo de la luz, es aún más difícil que nos interesemos por la partida de póker que se está jugando estos meses en las instituciones europeas a cuenta de los mercados de electricidad. Pero la reforma que resulte de esa partida no sólo va a determinar el precio de la luz sino la viabilidad de la industria europea durante varias décadas.
Las complejidades técnicas de un sector como el de la electricidad no deben esconder que sus grandes dilemas de diseño son en el fondo muy simples. La electricidad es un producto homogéneo que se produce con tecnologías diferentes, desde embalses hidráulicos a aerogeneradores.
Todas esas tecnologías producen energía eléctrica pero en condiciones muy diversas de inversión fija, costes variables y disponibilidad temporal. La nuclear ha de producir de forma continua, mientras que la eólica depende del viento, y la térmica del suministro de combustibles sujetos a todo tipo de riesgos, como puso de relieve la invasión de Ucrania.
Complica las cosas el que, hoy por hoy, es prohibitivamente costoso almacenar electricidad, por lo que vale más la electricidad de origen hidráulico, cuyo uso no sólo es gestionable sino que, mediante centrales de bombeo, proporciona el equivalente funcional de una batería. Además, sus centrales apenas incurren costes fijos de arranque, al contrario que las térmicas. Y más aún que la eólica, cuyo coste de producción ha bajado mucho en promedio en los últimos años, pero sigue siendo infinito cuando no sopla el viento, lo mismo que sucede con la energía solar durante la noche.
Por otro lado, empresas y consumidores domésticos demandamos electricidad en puntos muy diversos y cambiantes, y nuestras demandas varían con el clima y con la luz solar, a lo largo del año y de las horas del día. Añádase que, para ser útil y no provocar costosos apagones, la electricidad ha de suministrarse en toda la red de forma fiable y segura.
Todo ello plantea un gigantesco problema de coordinación. Es necesario casar unas demandas y ofertas cambiantes e imprevistas, lo que requiere producir y transmitir información sobre ambas, y tomar decisiones con rapidez para arrancar y parar, conectando y desconectando de la red, tanto los centros productivos como las unidades de consumo, y hacerlo manteniendo todos los requisitos técnicos que exige la estabilidad del sistema. Algo parecido sucede en el largo plazo, con la diferencia de que la oferta depende de inversiones que requieren un proceso muy largo de planificación, autorización y desarrollo antes de empezar a generar electricidad.
A toda la sociedad le interesa optimizar esta serie de problemas, de modo que se produzca la energía al menor coste y se utilice de modo que proporcione la máxima utilidad. En determinado momento, para satisfacer un pico de demanda, convendrá operar una central de gas aunque éste sea muy costoso y cueste mucho arrancarla, y que los consumidores o las fábricas trasladen parte de su demanda a las horas en que la oferta sea más abundante y barata. En ese momento, es clave que el decisor internalice costes y beneficios si queremos que sus decisiones sean socialmente óptimas.
En general, tanto la teoría como la evidencia histórica nos dicen que los mercados competitivos son la mejor solución para resolver el problema. Por un lado, cada precio pondera y aglutina en una sola cifra toda la información disponible y necesaria para la toma de decisiones. Además, entrega esa información justo a quienes han de decidir y tienen buenos motivos para reaccionar. Por otro lado, junto con los derechos de propiedad, los precios proporcionan los incentivos adecuados para asignar los recursos y buscar información adicional sobre qué consumos son más o menos valiosos, y cuáles son las mejores tecnologías, hoy y en el futuro.
En el mercado, todo ese proceso es automático y no requiere, por tanto, de planes y burocracias plagadas de políticos y funcionarios. Éstos son, en cambio, necesarios en todo sistema planificado, con el fin de centralizar información, evaluar rendimientos e imponer compensaciones a productores y usuarios. Lógicamente, mientras desarrollan estas tareas, los burócratas y los decisores políticos también buscan, como todo ser humano, obtener su propio beneficio particular. Por eso, al evaluar los sistemas, pesa en contra de estas burocracias planificadoras el que sus decisores no cuentan con el estímulo directo o la vigilancia indirecta de la propiedad, que permanece en manos de unos ciudadanos cuya lejanía y desinterés les impide ejercer un control eficaz, y acaban pagando, a menudo sin enterarse, todos los errores de planificación.
Por estos motivos, la Unión Europea adoptó desde 1996 una estrategia basada en ampliar y hacer más competitivos los mercados de electricidad. Ciertamente, nada en este mundo es perfecto, incluidos los mercados, y por eso éstos necesitan eficaces complementos institucionales. En el caso de la electricidad, esos complementos —que no sustitutos— se concretan en la necesidad de, por un lado, evitar el monopolio y la colusión entre productores, para asegurar que los precios sean competitivos. Por otro, en contener los “efectos externos”, derivados de que los individuos no computamos en nuestras decisiones ni los consumos por los que no pagamos (como el aire) ni los productos que no nos pagan (como gran parte de la información).
Estas “externalidades” son cruciales en cuanto al medio ambiente, por lo que, para cuidarlo eficazmente, desde la política se disponen con desigual fortuna todo tipo de mecanismos, que van desde otorgar subvenciones a las energías renovables a cobrar impuestos a los generadores contaminantes. Incluso, en una especie de híbrido entre mercado y política, la Unión Europea distribuye derechos transmisibles de emisión de gases de efecto invernadero. En esencia, viene así a definir “derechos de propiedad” económicos sobre el aire, una vía que se ha demostrado eficaz para cooptar los incentivos y las ventajas propias del mercado hacia la tarea de reducir la correspondiente contaminación al nivel que políticamente se haya decidido. Su gran ventaja es que, sea cual sea este nivel, se va a alcanzar del modo más eficiente posible. Se logra de este modo usar la política y el mercado de forma complementaria, explotando sus respectivas ventajas comparativas para fijar dicho nivel y para conseguir alcanzarlo con eficiencia.
Pese a estos logros, el sistema europeo de electricidad entró en crisis cuando, tras la invasión rusa de Ucrania, los precios de sus mercados diarios, los que guían los ajustes y despachos de energía a muy corto plazo, se multiplicaron varias veces, a la vez que se hacían muy volátiles. No se trataba de un fallo del mercado en la medida en que esa elevación momentánea de los precios reflejaba una grave escasez de recursos junto con fallos estructurales, cuya responsabilidad se sitúa fundamentalmente en el terreno político.
La escasez de recursos se derivaba de que al menor suministro de gas ruso se sumó una conjunción de déficits motivados por circunstancias diversas, desde los parones de las nucleares francesas a su cierre en Alemania o la menor producción de energía renovable debida a una estacionalidad climática adversa.
Los fallos estructurales traían causa de decisiones políticas que han sesgado y aún sesgan las decisiones privadas de inversión y suministro. Sobre todo, existen sesgos a favor de energías renovables que, aun siendo cada vez más eficaces en cuando a sus niveles promedio, son incapaces de asegurar el suministro en determinados momentos; y cuya extensión se ha estimulado sin favorecer, sino más bien impidiendo, inversiones paralelas en las tecnologías viables de almacenamiento, como es el bombeo hidráulico.
Cuando la situación se hizo políticamente insostenible y sin atender a los perjuicios a medio y largo plazo, los políticos europeos pactaron una serie de medidas para paliar los daños más aparentes a corto plazo, a la vez que silenciaban los fallos políticos que nos estaban señalando los precios. Por un lado, fijaron topes máximos al precio del gas y, por otro, cargaron con impuestos adicionales a las empresas que, supuestamente, se beneficiaban del aumento de precio de la electricidad.
Dado lo excepcional e imprevisto de las circunstancias, estas medidas tenían probablemente cierto sentido, aunque no dejaban de ser discutibles y contener efectos también imprevistos y en todo caso indeseados. Es obvio que limitar los precios frena el ajuste necesario ante una nueva escasez que no estaba del todo claro que fuera transitoria. Tampoco es sensato regalar un seguro de precio a aquellas empresas y consumidores que no habían querido pagar un poco más cara su electricidad para adquirirla a precio fijo. Además, como toda fijación arbitraria de precios, se generaba inseguridad jurídica, lo que ya parece haber desanimado la contratación a largo plazo y la inversión. Las patronales eléctricas europeas estiman que entre 2022 y 2021 el volumen de contratación mediante power purchase agreements (PPA) cayó un 21 % y la inversión en energía eólica se redujo hasta el nivel de 2009. Tampoco parece que la crisis haya estimulado, como hubiera sido deseable, planes para acelerar las inversiones en almacenamiento, flexibilidad y capacidad de reserva, que siguen bloqueadas en gran medida por decisiones políticas y regulatorias a varios niveles.
Lo peor es, por último, que las medidas eran manipulables por los estados miembros. Por ejemplo, el Gobierno español ha utilizado la posibilidad de gravar los supuestos beneficios extra de las empresas de energía para gravar de hecho el margen de los grandes bancos y las ventas de las grandes empresas de energía, pero, sorprendentemente, sin poner ese gravamen en relación alguna con los beneficios. Menos aún con unos supuestos beneficios extraordinarios que esas empresas no han obtenido, como demuestra su evolución bursátil y como, en el caso de las energéticas, era de esperar que no obtuvieran, debido al peso predominante de sus contratos a precio fijo (que algunas estimaciones cifran en un 70 % del mercado) y al propio tope fijado al precio de la electricidad percibido por los productores no emisores, anterior, más duradero e inferior en España que en otros países europeos.
Con todo, lo más grave de estas medidas excepcionales es que los partidarios de politizar la economía vieran en ellas una ocasión para convertirlas en permanentes e instaurar un sistema planificado. No es sorprendente que sea también el actual Gobierno español, experto en utilizar las crisis como excusa, quien lidera este esfuerzo en Bruselas, al oponerse a la propuesta que ha efectuado la Comisión Europea para, una vez superada la crisis, restaurar y fortalecer los mercados eléctricos, estimulando la superación de los fallos que la crisis puso de manifiesto.
Para ello, la Comisión ha propuesto facilitar una contratación más a largo plazo y diversificada, regular un régimen excepcional de fijación de precios ante situaciones de crisis, e incentivar los mecanismos de capacidad y flexibilidad que deberían hacer tales crisis menos probables. Esto último será imprescindible cuando, como está acordado y previsto (máxime tras los nuevos objetivos de reducción de emisiones), alcancen un peso aún más determinante unas tecnologías renovables que, por su rigidez, siguen necesitando el respaldo de tecnologías de generación más flexibles.
Por el contrario, el Gobierno español quiere aprovechar la oportunidad para convertir la solución transitoria en permanente, en contra de la evaluación técnica de la propia Comisión, reduciendo el papel del mercado a su mínima expresión, convirtiendo al Estado en comprador centralizado mediante contratos forzosos a precio fijo (precios “regulados… basados en costes”) de la mayor parte de la electricidad inframarginal (la de menor coste), sin molestarse en aclarar como la vendería, pero consagrando así la fijación administrativa de los precios y la socialización de los riesgos, estrechando la contratación en los mercados. Ampliaría, en consonancia, el papel de la planificación: esto es, el papel de la política y, con ella, el poder de los políticos nacionales, que tendrían mucha más libertad para decidir sin supervisión europea ni sujeción a su actual mandato de neutralidad tecnológica. Por ejemplo, permitiría al Gobierno discriminar entre las distintas tecnologías en cuanto a la remuneración que deben recibir por su disponibilidad.
Se haría así realidad el viejo sueño de los “socialistas de todos los partidos” de poner el sector eléctrico bajo control político, en un marco no muy distinto del viejo “Marco Legal Estable” que estuvo vigente en España hasta 1997, dentro del cual el Gobierno decidía las inversiones y fijaba el precio de la electricidad con base en estimaciones contables de los rendimientos y los “costes” incurridos por una serie de empresas, tanto públicas como privadas pero todas ellas subordinadas a la discrecionalidad política.
En realidad, esos “costes” eran magnitudes por entero ajenas a los costes sociales o de oportunidad. Para que se hagan una idea: desde esta mentalidad planificadora, el coste de un Megavatio de origen hidráulico puede esfumarse con el argumento de que “la inversión ya está amortizada”, sin atender a que su valor social varía enormemente y es muy alto cuando el agua embalsada se vierte en los momentos en que otras tecnologías más volátiles no están operativas. Imagine las posibilidades de manipulación y favoritismo a que da lugar este nivel de mixtificación contable, propio del tipo de economía practicada en los Gosplan de la era soviética.
Pero no son errores del todo inocentes. Comprenderá que, en semejante situación de discrecionalidad política, la participación de la propiedad privada en las empresas puede llegar a ser poco más que una tapadera para usarlas como palanca, trampolín y canonjía, y todo ello sin las cortapisas que impone el derecho administrativo a todo tipo de ente público. Haber observado las polémicas trayectorias de Red Eléctrica, Enagás o Indra nos autoriza a esperar lo peor en términos de puertas giratorias, inversiones disparatadas, corruptelas y demás aberraciones características de nuestro prolífico “Estado de amiguetes”. Confiemos en que nuestros socios europeos no lo toleren. Y esperemos que el próximo Gobierno no sólo llegue a tiempo, sino que sepa y quiera influir con un mínimo de sensatez en el proceso de decisión europeo.