El abuso de la ‘ciencia’ en la política

The Objective, 30 de abril de 2023

Una de mis tribunas sobre educación fue criticada en su día por incluir demasiadas anécdotas. La crítica era valiosa porque abría el debate de qué información debemos usar para las decisiones sociales.

El problema nos viene resuelto cuando decidimos a través de ese planificador descentralizado que es la economía de mercado, pues éste opera de forma automática, sin necesidad de gestión consciente. Gracias a que el derecho de propiedad incentiva a los decisores y el sistema de precios los informa del valor de bienes y servicios, todo mercado, automáticamente, asigna los recursos entre usos alternativos, evalúa a sus propietarios y los premia cuando aciertan en sus decisiones.

En cambio, tanto en la empresa privada como en las burocracias públicas, esas tareas de asignación, evaluación y compensación requieren mecanismos artificiales y sujetos por ello a todo tipo de manipulaciones. Dado que no hay precios, tenemos que producir y transmitir información para conocer la demanda y organizar la oferta, tomar decisiones y evaluarlas. Además, como la mayoría de los decisores no ostentan derechos de propiedad sino que deciden por delegación, surgen “asimetrías informativas” y el conflicto de intereses se vuelve crónico. En consecuencia, esos sistemas artificiales de planificación no son sólo solución sino también parte esencial del problema organizativo.

Evaluar para no decidir

A menudo, cuando no se resuelve algún problema no es por falta de información, sino porque los derechos de decisión están mal ubicados: quien tiene autoridad no sabe y quien sabe carece de autoridad o no le conviene resolverlo. En esos casos, lo necesario no es producir información adicional, como suelen proponer quienes viven de producirla, sino reasignar los recursos y cambiar los incentivos de los decisores. Sin embargo, es frecuente que se proceda a evaluaciones decorativas, en las que se produce información sobre el rendimiento aun a sabiendas de que no se tomará decisión alguna para premiar personas o mover recursos.

En esos casos, lo que persigue quien manda es sólo dar la impresión de que gestiona y, de paso, colocar a sus amigos en los nuevos órganos planificadores. Ha sido éste un fenómeno común en nuestra sanidad y nuestra enseñanza, pero también, a otro nivel, en las reformas características del New Public Management, incluidos los “mercados internos” del tipo del NHS británico. Lo único seguro en estas iniciativas es la creación de un Gosplan planificador de utilidad más bien discutible.

Por ejemplo, en la educación española, tendría hoy poco sentido desarrollar un sistema más complejo para gestionar la enseñanza concertada (un modelo similar, de hecho, a un mercado interno) cuando, pese a que los padres prefieren los centros concertados a los públicos, la mayoría de los gobiernos regionales ha restringido la oferta de los concertados. Serviría de poco conocer mejor la demanda y el rendimiento de ambos tipos de centros cuando, por restricciones políticas, estamos llevando la contraria a la ciudadanía.

El asunto es aún más claro en el ámbito universitario, donde tampoco ha sido muy útil elaborar estadísticas de empleo y salarios de los graduados de cada centro y cada carrera. Esos datos hoy permanecen secretos, salvo en Cataluña, donde, con todo, se les da poca publicidad y de forma que cuesta comparar los ingresos promedio entre centros y carreras.

Evaluar para manipular

Si las evaluaciones decorativas y secretas son malas y costosas, resulta aún más perniciosa la evaluación manipulativa, dirigida a justificar políticas interesadas. Para lograrlo, se recoge información selectiva de algunas variables o se las mide con un sesgo favorable, de modo que se reivindiquen las políticas previamente adoptadas. Las estadísticas y encuestas de nuestra enseñanza padecen este síndrome en grado notable.

Con todo, las peores mixtificaciones se producen cuando se cambian las políticas con el solo fin de manipular los indicadores de rendimiento. Es lo que sucedió y sucede cuando nuestros Gobiernos, en complicidad con los centros académicos, suprimen los exámenes independientes, ablandan los exámenes, permiten pasar de curso sin haber aprobado y otorgan titulaciones con suspensos. Un objetivo primordial de estas políticas maquillan es maquillar los malos resultados obtenidos por nuestro país en los escalafones internacionales, y se adoptan a sabiendas de que reducen el rendimiento real.

Se trata de una limitación insalvable, pues se cumple la Ley de Campbell: cuanto más se usa un indicador para tomar decisiones, reasignando recursos y recompensando a los participantes, más incentivos se ligan a ese indicador, y, como consecuencia, éste tiende a distorsionarse y pierde valor informativo.

Heisenberg institucional

Esta manifestación del principio de incertidumbre, unida a la mayor complejidad intrínseca de los problemas sociales, hace que sean menos susceptibles al tipo de tratamiento que en muchos dominios de las ciencias físicas se considera científico. Por su menor capacidad de predicción, el papel de las ciencias sociales habría de ser por ello más modesto y respetuoso de soluciones heredadas cuya estructura desconocemos.

Sin embargo, mucha ciencia social oculta esas dificultades para aumentar su demanda e influencia. La penúltima moda consiste en exagerar el rigor de la evaluación a riesgo de trivializarla o centrarla en aspectos secundarios, olvidando de paso asuntos centrales pero incómodos para el poder. Sería éste el caso, en el ámbito de la educación, de cuestiones como el tamaño de las clases, la selección del profesorado, la relajación de la exigencia académica o los efectos reales en la equidad.

No es sólo que las conclusiones de esos estudios rigoristas sean poco extrapolables. Es que la acumulación de evidencia resulta inútil cuando carece de utilidad decisional porque se refiere sólo a algunos de los factores sobre los que gira la decisión. Si, por ejemplo, una decisión ha de comparar el coste A y el beneficio B, es inútil conocer A con exactitud si se ignora hasta el orden de magnitud de B. Sería preferible conocer tanto A como B de modo imperfecto; pero las circunstancias llevan a que se insista en conocer A con mayor precisión, con riesgo no sólo de que no se avance en el conocimiento de B sino de que se margine su existencia.

A veces, ese conocimiento parcial acaba sirviendo, de hecho, para apoyar ocurrencias políticas. Resultados relativamente rigurosos pero carentes de validez externa sirven entonces para justificar propuestas insensatas sólo porque en algunos supuestos remotos “es posible que funcionen” o porque, en el peor de los casos, su adopción siempre permitirá “medir mejor” sus improbables efectos.

Este tipo de excusa cientificista ha servido para dar cierta respetabilidad a regulaciones sobre las que, durante décadas, había existido consenso en considerarlas nocivas. Es el caso de las relativas a la rápida subida del salario mínimo o a la congelación de los alquileres, cuyas consecuencias están siendo dañinas.

La anécdota como vacuna

Se comprenderá ahora el doble papel crítico que representan las anécdotas. Por un lado, inician la evaluación cualitativa del proceso productivo, la cual desnuda la ficción de unos indicadores cuantitativos que más de una vez han sido manipulados torticeramente.

Por otro lado, al mostrarnos realidades olvidadas por la ciencia al uso, desvelan su impostura. No son toda la verdad, pero tampoco lo pretenden; y no sólo muestran las limitaciones de la verdad oficial, sino que completan la información del decisor. Hace ya años que, como reacción al antiguo management by the numbers, empresas como la mejor HP lo complementaron con el management by wandering around. Sólo exige bajarse del pedestal y salir de la torre de marfil.