Descifrando a Feijóo

The Objective, 19 de febrero de 2023

Con frecuencia, caracterizamos los análisis de la realidad como optimistas o pesimistas. A menudo, es una caracterización falaz, porque suele corresponder a diagnósticos que ponderan de forma distinta los riesgos y que, en particular, asignan pesos diferentes al corto y al largo plazo.

En economía, la fe keynesiana aconseja aumentar el gasto público en tiempos de recesión y reducirlo en los de expansión, gastando en las vacas flacas lo ahorrado en las vacas gordas. Pero quien atiende al largo plazo teme que, como demuestra nuestra historia, gastemos en la recesión sin ahorrar en la expansión, acumulando así una asfixiante montaña de deuda pública que, tarde o temprano, acaba en inflación y devaluación monetarias, o incluso en insolvencia. Máxime cuando, al confrontar una recesión, mucho falso optimista nos invita a olvidarnos del futuro e incluso nos anima a creer que en el largo plazo todos estaremos muertos.

De modo similar, tiende a subestimar el deterioro de las instituciones porque no le importan los efectos a futuro. Por eso está dispuesto a congelar los alquileres, prohibir los desahucios o subir de forma rápida e inesperada el salario mínimo. A corto plazo, son medidas populares porque, al derogar los contratos vigentes, transfieren renta de unos pocos ciudadanos (respectivamente, arrendadores, bancos y empleadores) a otros mucho más numerosos (arrendatarios, deudores y empleados).

Pero esas medidas entrañan graves daños a largo plazo. Quienes las sufren dejan de contratar, sobre todo con aquellas personas que pudieran disfrutar más tarde cambios legales del mismo tipo. Por eso a los españoles más humildes y vulnerables les resulta hoy cada vez más difícil alquilar, contratar un crédito hipotecario o a los menos cualificados, sobre todo jóvenes sin estudios, conseguir un empleo.

Pero al falso optimista no le importa porque, por unas u otras vías, niega importancia a este tipo de efectos indeseados. Le ayuda, además, el que muchos de esos efectos van apareciendo con lentitud, son poco visibles (el caso de los contratos que no se llegan a firmar), o los achaca a la maldad ajena (de los arrendadores, bancos y empleadores, que no se dejan explotar) o a supuestas causas que son en verdad consecuencias (el “modelo productivo”). Amén de que perjudican más a los más humildes, quienes generalmente son los que tienen menos voz y cuentan con menos altavoces mediáticos. Observen cómo son los habituados a vivir en el centro de las ciudades y los graduados en carreras estilosas quienes más se quejan, ya sea del importe de los alquileres o de que nadie les ofrezca el tipo de colocación que satisfaría sus aspiraciones.

El asunto quizá tenga más relevancia en España. A menudo, presumimos de ser optimistas cuando lo que somos, en verdad y en promedio, es sólo algo más miopes. Con relación a nuestros principales vecinos europeos (salvo Francia) y según la estadística de la UE sobre condiciones de vida, el español medio vive más al día: por ejemplo, entre nosotros y a igualdad de renta, es mayor el porcentaje de gente que “le cuesta llegar a fin de mes”. Para bien y para mal, es probable que domine hoy entre nosotros cierta propensión a valorar más el corto que el largo plazo.

Con base en ese tipo de dato demoscópico, parece coherente que el político menos ambicioso, más voluble y camaleónico adopte políticas cortoplacistas. También que nuestros analistas de cabecera tiendan a prescribirnos recetas que nos satisfagan a corto aunque escondan los costes a largo plazo.

Hay, sin duda, mucha demanda para este falso y triste optimismo. Es falso porque disfraza doblemente la realidad: por un lado, esconde la importancia de los costes futuros; por otro, escamotea la posibilidad de un optimismo auténtico. Paradójicamente, también es triste y melancólico, pues hunde sus raíces en el peor de los determinismos: el de que no tenemos remedio, de que sólo podemos aspirar a sobrevivir sin grandes aspiraciones. Se excusa en que las reformas que implican un sacrificio a corto plazo para obtener mejores resultados a largo, además de ser difíciles de aplicar, no son deseadas por los ciudadanos.

En cambio, el optimismo auténtico reniega de todo crecepelo y apuesta por el futuro: propone el sacrificio a corto para prosperar de verdad a largo plazo. No se conforma con sobrevivir en la mediocridad permanente.

También desconfía de ese estereotipo nacional de frivolidad y miopía. No le niega cierta representatividad actual, pero afirma su contingencia porque lo cree dependiente de equilibrios sociales no predeterminados sino modificables. Equilibrios que están a nuestro alcance pero que requieren de un liderazgo informado, motivado e ilusionante, un liderazgo que crea en el ciudadano, lo trate como el adulto que aspira a ser, y lo motive para pensar y contratar a largo plazo.

Dicho de otra manera: ¿quién no se hace cortoplacista cuando está en el aire el estado de derecho? Al menos en su concreción social, las preferencias entre el corto y largo plazo no son inmutables sino que dependen del entorno institucional. Lo que no podemos es seguir fabricando cortoplacistas por aplicar las recetas de un optimismo tan falso como triste. No debemos seguir induciendo la miopía de los agentes económicos. Porque es esa transmutación en operadores cortoplacistas la consecuencia primordial del deterioro institucional imperante. Lo revela bien a las claras la huida sistemática, ya endémica, de los contratos a largo plazo en favor de la contratación a corto, tanto del alquiler como del crédito o del empleo, una huida que ni siquiera han logrado disimular las manipulaciones jurídicas y estadísticas de los dos últimos años.

Ese liderazgo que reclamo requiere desterrar el falso optimismo que, al despreciar el largo plazo, nos condena a la autocomplacencia y nos impide ver nuestras potencialidades. Es un primer paso imprescindible para aspirar a desarrollarlas. La oportunidad para ejercerlo está aún abierta, pero no lo estará por mucho tiempo.