Condenados al minifundio
Voz Populi, 29 de noviembre de 2020
Miles de empresas están cerrando, lo que resulta trágico para todos los afectados. Para la sociedad, es algo menos doloroso de lo que pudiera parecer porque muchas de ellas ya eran marginales antes de la pandemia, la cual solo ha venido a acelerar su cierre. Socialmente, además de ayudar a los perjudicados, lo que debe preocuparnos es que muchas de las que cierran eran y podían seguir siendo rentables. Además, en España, esta selección contra natura no es un fenómeno nuevo ni raro. Unos meses antes de la pandemia cerró mi restaurante favorito, pese a que estaba siempre lleno. Me explicaron que la razón era la jubilación del propietario; pero era esta una razón incompleta porque en los últimos años su papel había sido residual. ¿Por qué no pudo traspasarlo? En general, ¿por qué muchas pequeñas empresas rentables se ven empujadas a cerrar? Le propongo visitar hoy el insensato marco legal que les hemos regalado; y que, con la pretensión de favorecerlas, me temo que las condena doblemente: primero, a no crecer; más tarde, a morir, y ello aunque disfruten de buena salud.
Para empezar, sepa que una causa primordial de que la economía española sea poco productiva es que tenemos muchas empresas con menos de diez empleados y que en promedio estas “microempresas” presentan un doble déficit. Como sucede en todos los países, son menos productivas que las de mayor tamaño. Pero lo más curioso es que, por otro lado y como demuestran numerosas comparativas internacionales, nuestras microempresas son también mucho menos productivas que las microempresas extranjeras. Una desventaja esta que no sufren, en cambio, nuestras medianas y grandes empresas, las cuales son igual de productivas que sus equivalentes foráneos.
En gran medida, esta proliferación e ineficiencia de las microempresas españolas se debe a que muchas reglas legales se vuelven más estrictas y costosas cuando el empresario individual adopta las soluciones idóneas para crecer y ser más productivo. De forma implícita, subvencionamos así su ineficiencia y gravamos más a quienes son más productivos.
Para crecer, toda empresa ha de invertir más capital y hacerse más compleja. Por ejemplo, suele necesitar que aporten dinero varios socios, lo que requiere limitar su responsabilidad patrimonial para animarlos a asumir riesgos. Para ello, conviene que la empresa se organice como sociedad mercantil. Sin embargo, esa transformación aumenta mucho el papeleo y las cargas legales.
Una de estas cargas es el riesgo de un mayor coste de cierre. Al cesar en su actividad por jubilación, muerte o incapacidad, el empresario individual afronta costes de despido mucho menores que las sociedades. La indemnización máxima en estos supuestos es solo de un mes de salario, con independencia de la antigüedad, frente al máximo general de 12 meses del “despido objetivo”. Muchos negocios familiares que eran rentables han cerrado por este motivo: nadie está dispuesto a asumir la sucesión de la empresa. Alguno de sus empleados podría haber sido un candidato ideal, pues conoce el negocio y la clientela. Pero, además de tener vocación empresarial, tendría que endeudarse para pagar el traspaso. Querrá, por ello, limitar su responsabilidad personal, constituyendo una sociedad mercantil; pero, en ese caso habría de cargar con el riesgo adicional de que, en caso de ir mal las cosas, tuviera que indemnizar por despido objetivo a una plantilla veterana.
Nuestro derecho de quiebras hace lo imposible por dar continuidad a empresas grandes, incluso cuando, por ser inviables, sería mejor liquidarlas, como las que hoy pretenden usar la pandemia como excusa para sobrevivir a cuenta del contribuyente. Sin embargo, nuestras leyes provocan el cierre masivo de pequeños negocios familiares de los que, pese a ser rentables, nadie quiere hacerse cargo, debido en buena medida al riesgo adicional que provoca esa anomalía en el régimen de las indemnizaciones laborales. Pero eso no es todo. Incluso más grave que estos cierres indebidos, es el efecto a priori sobre las decisiones de inversión del empresario individual. A sabiendas de que al jubilarse perderá todo su “fondo de comercio”, los incentivos para invertir se reducen de forma drástica a partir de cierta edad.
En otros casos, lo que hacen nuestras leyes es limitar de tal modo la actividad empresarial que en la práctica sectores enteros acaban funcionando en un régimen primitivo, casi artesanal. Es el caso, por ejemplo del alquiler de viviendas. Si Ud. viaja a Washington DC puede alquilar en unos minutos todo tipo de viviendas ubicadas en Virginia con empresas especializadas y fiables. En cambio, si viaja a Berkeley CA, ciudad con una regulación aún peor que la española, habrá de contratar personalmente con propietarios individuales. La ineficiencia de esta última solución es muy notable (y lo era aún más antes de la empresa privada crease plataformas como AirBnB), pero en España nos pasa inadvertida porque, desde 1920 y salvo en la década 1985-1994, sufrimos leyes de alquileres disparatadas, que favorecen al arrendador individual y hacen la vida imposible al arrendador profesional. Tanto así que la empresa especializada en alquilar apenas puede existir.
Todas estas discriminaciones perjudican el crecimiento y la competencia. Contribuyen a que en sectores enteros de actividad predominen estructuras artesanales, que no alcanzan economías de escala y que están fragmentados en empresas ineficientes. En algún caso tienen incluso un carácter más primitivo del que tenían hace un siglo, como sucede con el alquiler de viviendas. En otros, emplean formas contractuales basadas en relaciones personales y que, gracias a su informalidad, esquivan la ley, incurriendo en fraude fiscal, distorsionando la competencia y consagrando la injusticia.
Estamos tan acostumbrados a estas excepciones y diferencias que hasta nos parecen razonables; pero son muy dañinas. La pregunta es obvia: ¿por qué las disponemos? ¿Qué persiguen realmente? Sospecho que entran en juego dos factores complementarios.
Por un lado, si, como parece, solemos envidiar a quien prospera, es lógico que los votantes estemos predispuestos a castigarle imponiéndole cargas adicionales. Es lo que hacemos también con un IRPF que castiga el esfuerzo que impone altos tipos marginales ya no a las rentas altas, como en Alemania, sino a las medias, pero compensa, sin embargo, al holgazán con abundantes exenciones. Lo hacemos también al gravar el ahorro y la movilidad de recursos y personas con todo tipo de impuestos pero condonar la inactividad. Sucede así, por ejemplo, con el Impuesto de Transmisiones Patrimoniales (ITP) que, frente a un Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI) comparativamente modesto, alcanza niveles disparatados: el actual 11% que ya consagró en su día el Govern de les millors en Cataluña solo tiene parangón a escala mundial en algunos de los estados más retrasados de la India. Es de esperar que esas mismas fuerzas estén incluso más activas cuando la excepción proporciona una ventaja a los empresarios más pequeños respecto a sus competidores más grandes y eficientes.
Por otro lado, e incluso en ausencia de este tipo de efecto competitivo, las excepciones también distorsionan las decisiones políticas: los votantes excluidos pierden interés para informarse de las consecuencias de la correspondiente regla y es menos probable que se opongan. Como, en democracia, la calidad de las leyes depende de la mejor o peor información de los votantes, es de esperar que las excepciones masivas favorezcan así el que se adopten reglas socialmente perjudiciales. Si estoy en lo cierto, aunque las excepciones suelen usar como excusa que los costes de aplicar la ley a los individuos y pequeñas empresas son prohibitivos, en realidad, su verdadera razón de ser es de índole puramente política y va dirigida a aumentar la asimetría en la toma de decisiones legislativas. Al exceptuar a los empresarios individuales o a los empleadores de servicio doméstico, el legislador minimiza el coste electoral de sus tropelías redistributivas, casi siempre introducidas mediante reglas con efectos retroactivos. Es el caso, probablemente, de la obligación de conceder moratorias en el pago del alquiler o de la prohibición de desahuciar por impago. Estas excepciones ayudan a que la mayoría de los arrendadores se desinteresen de la nueva ley, agravando así el fallo de “acción colectiva” que hizo posible su adopción. Por el mismo motivo, nuestro Gobierno da instrucciones a la policía para proceder contra las ocupaciones de viviendas propiedad de particulares pero no si lo son de bancos y fondos de inversión. Cuanto más arbitraria y expropiatoria es una regla legal, es más probable que se exceptúe de su cumplimiento a los individuos y a las microempresas, no vayan a percatarse de que la regla es un disparate y cambien el sentido de su voto.
La generalización del fenómeno acaba favoreciendo un minifundismo económico muy ineficiente. Además, se crea la ocasión para un nuevo fallo político, pues los legisladores y sus acólitos intelectuales pueden empezar a quejarse de que nuestras empresas no crecen y de que el “modelo productivo” es antiguo. Se dotan así de una excusa para planificar cómo modernizarlo, crear organismos donde colocarse y subvencionar sus ocurrencias favoritas. Pero no les culpe solo a ellos, que son modelos de obediencia —bien que tramposa— al ciudadano. Culpe también a este último, pues, instalado en una apatía tan egoísta como inconsciente, está dispuesto a regalar su voto por una excepción que, amén de un dudoso valor individual, tiene un valor social rotundamente negativo.