Cómo tratar el gasto público
The Objective, 3 de julio de 2022
Quizá en lo único en que ha persistido el actual Gobierno es en responder a todo tipo de problema con aumentos del gasto público. Dado el déficit de las cuentas públicas y el elevado volumen de deuda, estos aumentos de gasto sólo han sido posibles porque, con las excusas del covid y la guerra de Ucrania, el Banco Central Europeo (BCE) ha estado dispuesto a adquirir toda nuestra deuda.
Pronto habremos de enfrentarnos a la realidad de que nuestra deuda pública no es financiable. La solución tradicional, que será inevitable para el próximo Gobierno y quizá incluso para el actual, es un recorte sustancial del gasto, impuesto por las instituciones europeas y evidenciado por la imposibilidad de seguir financiando la deuda pública en cuanto el BCE deje de sostenerla artificialmente.
Es tentador creer que el núcleo del problema es el gasto “superfluo”, realizado en favor de minorías, a menudo con sesgo ideológico e incluso sectario. Su cuantía es notable y ha aumentado notablemente con el actual Gobierno; pero lo fundamental del gasto son partidas como pensiones, sanidad o educación, que cuentan con apoyo mayoritario de la ciudadanía. Por eso fueron poco efectivos los recortes de 2010-2012: tras un breve receso, las cuentas públicas han seguido deteriorándose. Ni siquiera es decisivo qué partido gobierne o que haya más o menos crisis inesperadas. Gobierna quienes quieren los votantes y, gobierne quien gobierne, en general gasta cómo estos desean. Además, siempre hay crisis de suficiente entidad para justificar gastos excepcionales. Son reveladoras a este respecto las numerosas votaciones “de consenso” en los programas de gasto de esta legislatura. Lo mismo que la crítica de la oposición a las recientes medidas gubernamentales: “Demasiado tarde, demasiado poco”. Se supone que aún hubieran querido gastar más.
En el fondo, el comportamiento del gasto público responde a los malos incentivos, tanto de las organizaciones proveedoras de servicios públicos como de los propios usuarios.
Los proveedores tienen escaso interés en la eficiencia con la que usan los recursos. A menudo, sus responsables sólo desean aumentar el presupuesto a su disposición, para alcanzar así más poder y prestigio. En estos últimos años, su prioridad ha sido aún más simple, pues ha consistido en cumplir servilmente los deseos de quien los había nombrado (recuerden los casos de RTVE, CIS, Correos, y ahora hasta del INE). Pero no es un problema sólo de los directivos: los incentivos de los trabajadores públicos tampoco suelen estar alineados con el valor social. Algo tan elemental como el horario escolar sigue fijándose en función del interés de los maestros, sin que ejerza peso alguno el daño que ello origina a la conciliación y al bienestar de las familias más trabajadoras.
Por otro lado, los usuarios, o no pagan por los servicios públicos que reciben o pagan lo mismo reciban más o menos servicios. Ciertamente, el contribuyente español financia con sus impuestos los servicios sanitarios y educativos, pero paga lo mismo consuma mucho o poco. Por eso, siempre quiere más y mejores servicios. Por eso, ofrecen mejores condiciones de calidad aparente nuestras escuelas, hospitales y universidades que la mayoría de nuestras casas. Hay muy poca relación entre el precio pagado y los servicios recibidos: somos el país europeo con menos tasas y precios públicos.
Esta combinación de malos incentivos de proveedores y usuarios es terrible. El usuario quiere siempre más y mejor, y el proveedor siempre está dispuesto a satisfacerle. El resultado es que tenemos un AVE a cada aldea y un sucedáneo de universidad en cada pueblo, todo ello de gran calidad aparente, masificados pero de baja calidad sustantiva: un estado tan grande como malo. El único límite a esa sobredimensión de lo público es el que establece la competencia entre departamentos y ministerios; pero se trata de un límite sujeto a grandes distorsiones. Al final, sobran caprichos (y no sólo ideológicos, como bien indican AVES y universidades), pero falta medicina preventiva (como vimos con el covid) o medios de defensa (como vemos con la guerra de Ucrania). La asignación de los recursos presupuestarios es miope y prevalecen los gastos más rentables desde un punto de vista electoral, mientras se relegan todos los que requieran un cierto grado de abstracción para apreciar su utilidad social.
En ese contexto, los recortes en tiempo de crisis presupuestaria son sólo una solución momentánea, que además, a menudo empeora la asignación de recursos, pues los recortes siguen un patrón estratégico: no se recorta lo prescindible sino lo que genera menos oposición. Ha sido obvio en Cataluña, donde sucesivos gobiernos nacionalistas han recortado drásticamente en sanidad y educación a la vez que multiplicaban el gasto en propaganda y agitación identitaria.
Para tener efectos duraderos, la reducción de gasto debe ir acompañada de cambios radicales en los incentivos de proveedores y usuarios. Es esencial recuperar y extender las tasas y peajes; pero estos precios explícitos colisionan con el carácter público del correspondiente servicio. Por ello, a menudo han de representar sólo un papel moderador, lo que pone en primer plano el precio implícito que proporciona la libertad de elección: cuando el usuario elige escuela u hospital, sacrifica alternativas, y ese “coste de oportunidad” funciona entonces como un precio. Sobre todo, se puede usar para someter a competencia y disciplinar a los proveedores.
Todo lo anterior son apenas ejemplos esquemáticos de una realidad multiforme y compleja; pero ponen de relieve dos hechos: ante la inminente crisis presupuestaria, resulta insólita la queja de que gastamos “demasiado poco”, pero tampoco basta con practicar recortes. Es preciso cambiar los incentivos para asegurar que el gasto público sea más sostenible y menos ineficiente.