Cómo proteger al consumidor de información
The Objective, 13 de octubre 2024
Los mercados de información nunca han sido perfectos. Ronald H. Coase consideraba incluso que el “mercado de ideas” era más proclive a todo tipo de fallos que el de bienes y servicios. Fallos que incluyen desde el riesgo de monopolio en los medios, que dañaría la democracia, a que se produzca poca información cuando ésta genera más beneficios colectivos que privados (recuerden los debates de la antigua “La clave” de J. L. Balbín); o, entrando en un terreno aún más resbaladizo, que se produzca mucha información de dudosa utilidad privada (desde programas de cotilleo a Gran Hermano).
Debido a estos problemas, es lógico pensar que el Estado debe regular los mercados de información, pero, como ocurre con los mercados de bienes y servicios convencionales, regular bien los de información es más fácil de decir que de hacer. El mercado libre es imperfecto, pero, cuando el Estado interviene, la cura suele ser peor que la enfermedad.
España nos ofrece un paradigma de mala regulación informativa. En lugar de corregir los fallos de mercado —como la monopolización de medios o la falta de transparencia—, nuestras leyes llevan a resultados peores que los que tendríamos si, con una actuación minimalista, simplemente aplicáramos el código civil y mercantil. Estos protegerían la propiedad y el honor de personas y empresas de manera más eficaz que la propiedad de unos medios públicos ruinosos o la maraña de normas y subvenciones opacas que rige hoy la actividad de los medios privados.
Por ejemplo, conviene que el Estado delimite derechos en el espectro radioeléctrico para evitar interferencias, una versión moderna de la “tragedia de los bienes comunes” que pone los recursos ambientales en peligro. Pero lo que vemos en la práctica es bien distinto: en lugar de subastar las frecuencias entre quienes mejor puedan usarlas, casi siempre se regalan a los amigos. Sucedió en el pasado con licencias de radio y televisión, y hoy los rumores apuntan a que la nueva licencia de TV será de nuevo entregada a quienes atraparon La Sexta hace 18 años.
En teoría, la regulación también debería contener monopolios, reducir externalidades negativas y fomentar las positivas, así como corregir las asimetrías y mejorar la toma de decisiones sociales.
En la práctica, la actuación del Estado deja mucho que desear en todas estas tareas. Da buena cuenta de esa falacia regulatoria el que confiemos la tarea de evitar monopolios no a la competencia sino al Estado, que es el monopolista por excelencia y tiene en sus manos recursos infinitamente superiores a los de cualquier competidor privado. Siempre deberíamos temer que quien controle el Estado se aproveche de ello. Vemos estos días como nos gobierna una mayoría exigua sin tener para nada en cuenta los valores de la otra mitad de la ciudadanía y, peor aún, sin respetar más que formalmente las reglas constitucionales. En esa tesitura, los medios públicos no son fuentes de información sino de propaganda y a muchos medios privados se los captura con un reparto abusivo de publicidad y subvenciones. El Gobierno incluso acaba de prometer “un programa de ayudas dotado con 100 millones de euros para promover la digitalización de los medios de comunicación”. ¡Cómo si hubiera pocos medios digitales! Quizá todo se deba a que la excusa digital es muy agradecida, sobre todo porque lo digital es intangible y, por tanto, difícil de valorar, por lo que ofrece una opacidad muy propicia para la corrupción.
En teoría también podríamos creer que ciertos contenidos informativos merecen financiación pública porque tienen más valor colectivo que individual, y sin esa ayuda pública no se producirían. Pero los Estados, lejos de corregir estos fallos, suelen agravarlos. Por ejemplo, RTVE no se limita a financiar o adquirir programas culturales con “externalidades” positivas, sino que cae con frecuencia en el cotilleo cutre, los deportes buenistas y la propaganda ideológica. No es el caso único: algunos de nuestros medios públicos regionales, supuestamente encargados de elevar el nivel del debate, llevan décadas promoviendo el peor tribalismo identitario.
Ante este fallo sistemático de la regulación, los defensores del intervencionismo dicen aspirar ahora a “regular mejor” (desde la OCDE a la Unión Europea e incluso nuestro actual Gobierno) pero siempre concretan sus propuestas con regulaciones aún más complejas, aplicadas por burocracias más sofisticadas y, como consecuencia, a mayor coste.
Por ejemplo, el nuevo Reglamento europeo de libertad de medios de comunicación (al que, como a todos los de su género, mejor será llamarlos “leyes”, por su rango y por ser de obligado cumplimiento), busca proteger con nuevas y sofisticadas medidas, el pluralismo y la independencia de los medios. En teoría, esta nueva Ley impone transparencia y define estándares para evitar presiones indebidas en los medios. También expande las funciones de los órganos reguladores, tanto a escala europea como nacional.
La nueva Ley de medios tiene, pues, buenas intenciones; pero no parece que vaya a tener tan buenas consecuencias. De entrada, ya he comentado en esta columna cómo el Gobierno español la usa para justificar sus ataques a la prensa independiente, disfrazando de reformas democratizadoras lo que no es sino una coartada para afianzar su férreo control de la información.
En general, en Europa, casi tanto como en España, la reacción dominante ante cualquier problema es legislar; y, cuando las leyes fallan, se insiste en legislar detallando más las reglas y ampliando la burocracia pública y el compliance falsamente privado. Es el caso de esta ley de medios, que viene a modificar una directiva de 2010. En España, tampoco escasean las normas en este terreno, incluyendo la Ley de publicidad y comunicación institucional de 2006 o la Ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno y su Consejo de Transparencia, cuyas disposiciones incumple el actual Gobierno.
Es una estrategia fallida. Vistos los resultados, va siendo hora de legislar mejor, pero sobre la base de regular menos. El perfeccionismo de las reglas omnicomprensivas ha llegado a tal punto que sólo encarece su aplicación y facilita la evasión. Los objetivos deberían ser la simplicidad y la autorregulación: reglas ciertamente imperfectas, por su sencillez, pero que puedan funcionar con cierto grado de automatismo y que puedan ser aplicadas por la Justicia ordinaria, sin necesidad de crear nuevos aparatos burocráticos, que son costosos y, al menos en países como España, resultan fácilmente manipulables por nuestro general desprecio ciudadano a la separación de poderes.
En el área de los medios de comunicación, las licencias se podrían otorgar por subasta y con base en el precio, sin considerar idoneidades que de hecho sólo sirven como excusa para repartirlas entre amiguetes. De ese modo, se allegarían recursos al erario y se evitaría el favoritismo.
Asimismo, si en verdad se persigue producir externalidades positivas, ¿por qué no permitimos que los estados financien su producción, si así lo desean, pero les prohibimos que puedan producirlas por sí mismos, para así evitar los riesgos añadidos que comporta esta producción integrada, como es la captura de rentas sindical que ha quedado bien visible en el reciente escándalo de las oposiciones de RTVE?
Por otro lado, si optamos por tolerar la existencia de medios públicos, ¿no deberíamos someterlos a las mismas restricciones que los medios privados, incluida la posibilidad de quiebra y la prohibición de recibir toda ayuda pública que no esté también al alcance de los privados, con prohibición explícita de practicar competencia desleal?
Por último, ¿por qué no prohibir la publicidad mal llamada institucional o, al menos, someterla a los mismos estándares que la comercial? Ya puestos, imagine que al célebre “Hacienda somos todos” se añadiera una cautela del tenor “… o casi”, o que incluso se precisara “… menos algunos parientes de los gobernantes”. Seguro que mejoraría la toma de decisiones políticas.
Es de temer que este tipo de reglas simples genere costes sociales. Incluso en los ejemplos anteriores más serios, no se valoraría la calidad ni se produciría alguna información socialmente valiosa. Pero observe que no son costes reales, pues sólo cabe imaginarlos respecto a una utopía que, de hecho, se ha demostrado inalcanzable. La referencia relevante es una realidad en la que no valoramos la calidad al otorgar las licencias y los medios públicos producen poca información y mucha propaganda. Los costes de las reglas simples son, por tanto, ficticios. Sí son reales, en cambio, los costes de las regulaciones perfeccionistas, como esas que crean nuevos reguladores independientes cuando acaban siendo cautivos de los gobernantes.
Por desgracia, hay poco interés en simplificar las regulaciones, y no sólo en este sector de los medios de comunicación. Hasta los programas “liberales” de simplificación administrativa en el ámbito empresarial suelen aumentar su complejidad y su estatismo, como demuestran dos falacias clásicas a este respecto, consistentes en comprimir trámites, en vez de suprimirlos; y en que los asuma la Administración mediante “ventanillas únicas”, en vez de operar mediante facilitadores privados. Hasta que nos planteemos seriamente una simplificación efectiva, seguiremos atrapados en un círculo vicioso que nos conduce a multiplicar sin fin reglas y burocracias y que, al menos, en países como España, sólo las encarece a la vez que consagra su ineficacia.
En suma: el mito de que la regulación es mejorable sólo sirve, de hecho, como excusa para aumentarla.