Carteros con doctorado
The Objective, 28 de enero de 2023
Solemos tratar los problemas de la función pública centrándonos en sus niveles superiores. El último ejemplo es un muy buen informe de Fedea sobre el Proyecto de ley de la función pública, actualmente en tramitación parlamentaria, en el que se recomienda aumentar el nivel de exigencia en la selección de los directivos públicos para profesionalizar la alta administración del estado, siguiendo así criterios propios de la empresa privada.
Habrá que hablar en alguna ocasión de la proclividad de nuestros mejores economistas a confundir la gestión pública con la privada, marginando un tanto las restricciones específicas del ámbito público. En lo público, la propiedad es siempre más difusa y, por tanto, la discrecionalidad del directivo puede resultar más dañina, máxime en países que no aprecian la separación de poderes, motivo de que las recetas ingenuamente manageriales suelan ser contraproducentes.
Pero la función pública padece problemas y desafíos más simples y abordables, a los que se presta menos atención. Quizá el más grave sea la funcionarización de interinos, tanto en terrenos menos trascendentes, como el universitario, como en otros más fundamentales, como la Agencia Tributaria o el cuerpo de secretarios e interventores municipales.
Otro asunto acuciante es la sobrecualificación de los rangos inferiores del empleo público. Se trata de un fenómeno creciente porque en los últimos años mucho ciudadano con estudios universitarios busca y logra colocarse en las escalas más bajas de la función pública.
Lo hemos visto a principios de mes en unas oposiciones a Correos, en las que más de 84.000 candidatos concurrieron para acceder a 7.757 plazas para desempeñar funciones de atención al cliente, reparto y clasificación de envíos.
Según un estudio que analiza el perfil medio del opositor a Correos, el 43 % tiene formación universitaria. Es decir, que, al menos en teoría, y, seguro, en términos de su propia autoestima, están demasiado formados para el trabajo que van a desempeñar.
El patrón se repite en otros sectores. El caso de los ingenieros de caminos reconvertidos en conductores de trenes puede que sea excepcional; pero no lo es el que, de forma masiva, llenamos de graduados universitarios las escalas básicas de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Más de la mitad de los nuevos agentes tienen ya estudios universitarios. Presumía de ello no hace mucho el Sr. Marlaska, en una muestra más de su apresto. En la misma línea, también ha reducido las posibilidades de promoción de los policías menos titulados, al requerir titulación extra a los que accedan al flamante Centro Universitario de Formación de la Policía Nacional. De no remediarlo los tribunales, en vez de exigirles los requisitos comunes para acceder a estudios universitarios, ese Centro no les permitirá acceder con un grado superior en FP o por la vía del examen para mayores de 25 años. Así pues, lejos de contener esa tendencia a la sobrecualificación de las escalas básicas, la están alentando, en una notoria incomprensión de cómo se deben gestionar los recursos humanos.
Sucede también en Correos, donde, para ser aspirante, sólo se necesita contar con la ESO o un título equivalente. Pero disponer de una titulación universitaria oficial, en lugar de restar, como sería lógico y socialmente justo, suma puntos en la fase de méritos; y proporciona un entrenamiento diferencial en pasar exámenes. Piense en ello la próxima vez que pretenda quejarse de que sus cartas desaparecen misteriosamente o de que el cartero nunca le encuentra en casa para recibir sus paquetes; y, en vez de atender su queja, una doctora en alguna “carrera Mickey Mouse” le dé una conferencia sobre sus derechos.
Estamos llenando los rangos inferiores de la Administración de trabajadores que han pasado por la Universidad, pero ¿para qué? Ese tipo de sobrecualificación no sólo infrautiliza el capital humano del que supuestamente disponen, sino que a menudo reduce su productividad en esas tareas, a la vez que les causa frustración, y genera una demanda insaciable de puestos superiores innecesarios.
Deberíamos imitar al sector privado, donde es práctica general evitar la contratación de personas con este tipo de sobrecualifición. Si cree que eso es injusto con los universitarios, considere que la alternativa lo es aún más con los menos titulados. Muchos de los mejores aspirantes a cartero o policía, aquellos que sí serían felices en esos empleos, se han pasado su primera juventud pagando impuestos para financiar a nuestros universitarios.
Esos aspirantes menos titulados ven ahora que no pueden competir en las oposiciones con los aspirantes sobretitulados. Éstos, tras elegir entre una oferta universitaria disparatada aquella carrera que mejor atendía sus preferencias adolescentes pero que no servía demanda social alguna, han pasado esos mismos años disfrutando. De paso, claro está, adquirían las habilidades necesarias que ahora utilizan para sacar la oposición; y, en unos años, Marlaska mediante, ascender por la misma vía.
Es un despilfarro injusto, el equivalente a competir en una maratón tras haberse pasado un lustro entrenándola con una beca pagada por los demás competidores. Encima, éstos han de pagarles el “premio”: las “cuasi rentas” retributivas que, como demuestra la insólita proporción de aspirantes, paga ese tipo de plaza. Todo lo contrario, por cierto, de lo que sucede en las escalas altas de la Administración, donde ni llegan a cubrirse las plazas disponibles.
En un país sensato, el Proyecto de ley de la función pública sería una oportunidad para atajar este desbarajuste e impedir que aquellas personas con estudios superiores —incluso si no han llegado a graduarse— se presenten a estas oposiciones. Como mínimo, el haber cursado esos estudios debería ponderar negativamente.
Pero quizá no sea ésta una opinión mayoritaria, al menos entre la población lectora. Menos aún, por razones obvias, entre la universitaria. Lo cual no deja de ser una desgracia, pues convierte, de hecho, a gran parte de la Universidad en una academia de oposiciones de bajo nivel.
En todo caso, el que fuese una opinión minoritaria explicaría por qué suceden estas cosas. No sería culpa de los marlaska de turno sino de la ciudadanía, sobre todo de la que se tiene por bien informada.