Carreras de verano
Voz Populi, 6 de junio de 2021
Tras decirle qué carrera quería estudiar, su padre respondió “Muy bien. Eso en verano. ¿Y durante el curso?”
Cuando se critica a los jóvenes por sus supuestas carencias de formación o de carácter, algunos de ellos suelen devolver la crítica con el argumento de que las generaciones actuales son fruto de las que les preceden. Sin entrar a valorar si esa respuesta olvida el papel del libre albedrío y, sobre todo, si es o no eficaz para averiguar qué debemos hacer, sí da pie a muchas preguntas de interés.
Por ejemplo, esa responsabilidad, ¿corresponde a todos los miembros de esas generaciones o sólo a una parte? ¿A sus padres? ¿A sus profesores? ¿Son igual de responsables los que defendían relajar los estándares de exigencia que los que hubieran querido mantenerlos o incluso elevarlos? ¿Quienes querían introducir reválidas en bachillerato y re-examinar a los profesores igual que quienes promulgan o votan leyes que permiten aprobar asignaturas por compensación y pasar de curso con varios suspensos? ¿Lo mismo que, acaso, aquellos que aún niegan el derrumbe de dichos estándares con estadísticas prefabricadas, o los esconden tras fuegos de artificio seudopedagógicos?
En cuanto empezamos a hacernos estas preguntas la cuestión se torna espinosa. ¿A quiénes debemos hacer responsables y qué parte de responsabilidad atañe, al menos en la universidad, incluso a los propios jóvenes? ¿A qué edad, si alguna, se activa la responsabilidad personal?
Lo cierto es que los jóvenes actuales son el producto de una evolución larga que, aun estando, creo, más influida por unos que por otros, ha resultado en unos “equilibrios” sociales, en los que a menudo participamos tanto o más como pacientes, e incluso como supervivientes, que como protagonistas activos. Unos equilibrios que, además, dan a los jóvenes más libertad para decidir, no sé si con más o con menos responsabilidad,
Para convertir esa crítica juvenil en una herramienta útil, tal que nos ayude a entender qué sucede y a tomar algún día mejores decisiones, conviene considerar las restricciones dentro de las que deciden los participantes, no sólo los jóvenes sino también los padres e incluso profesores y políticos.
La principal decisión la ponen bien de relieve las preguntas precedentes: es obvio que se ha roto el consenso que existió en el pasado sobre cuál es el nivel adecuado de exigencia y cómo ejercerlo. Las normas sociales a ese respecto han cambiado de forma radical, y es probable que, como consecuencia, ese nivel haya descendido sustancialmente.
Pero existe mucha discrepancia respecto al nivel de exigencia, y se ha discutido ya tanto sobre él que, aunque sea sólo por refrescar la mente, conviene pensar sobre otra decisión clave, como la que ilustra la antigua anécdota con la que arrancaba este artículo: la elección de si estudiar o no una carrera y, en caso positivo, qué estudiar. Convengamos en que semejante diálogo sería hoy imposible en casi todos nuestros hogares. Damos por hecho que esa decisión corresponde a los hijos. Por cierto, la mayoría de ellos parece decidir con criterios muy prácticos, pues se observa una elevada correlación entre las notas de corte que obtienen en la selectividad y la empleabilidad de sus titulaciones. La mayoría elige estudiar la mejor titulación que pueden “pagarse” con su nota, o una muy cercana.
Ciertamente, nuestro país está plagado de titulados en carreras cuyo valor es dudoso tanto para el propio individuo como para la sociedad. Los estudios que estiman la empleabilidad de los graduados universitarios a los cuatro años de terminar sus carreras lo confirman: no sólo tenemos jóvenes generaciones muy tituladas sino también poco adaptadas a las necesidades sociales.
Eso es lo que refleja el último estudio del Ministerio de Ciencia y Universidades sobre la inserción laboral de los egresados universitarios, y ello a pesar de que parece esforzarse en maquillar los malos resultados de las peores carreras. Sólo así se explica que presente la mayoría de los datos clasificándolos por ámbito de estudios (una información inútil), y no por titulación, que es la variable sobre la que sí se decide. O que para algunos indicadores sólo presente los de carreras “con resultados superiores a la tasa media”.
Con todo, un apenas extraviado “resumen de principales resultados” por titulaciones permite estimar que en las diez con mejor empleabilidad (Medicina, Informática, Farmacia, algunas Ingenierías, etc.), un 86,8% de los egresados en 2014 con menos de 26 años tenía empleo cuatro años más tarde, un 77,9% cotizaba como “titulado” y su base media de cotización a la Seguridad Social era de 24.513€. En cambio, para las diez “peores” titulaciones (que incluyen Filosofía, Historia, Arte y Derecho) esos porcentajes bajaban al 53,9% y 46,8%, respectivamente; y, además, la base media de cotización de ese ya bajo porcentaje de jóvenes egresados activos descendía a 19.425€. Considerando tanto el menor empleo como la menor base de cotización, cabe estimar que la retribución esperada de las peores carreras se situaba por debajo del 45% de la de las mejores.
A la mayoría de los estudiantes que cursan estas carreras su nota de acceso no le permite acceder a otras en universidades públicas, pero otros muchos anteponen su vocación a sus expectativas profesionales. Esta decisión individual puede acabar siendo errónea tanto por mala información como por modificarse las preferencias del decisor a lo largo del tiempo, pero quizá deben preocuparnos más los desajustes que introducimos socialmente. Por mucho que nos satisfaga a los profesores, tiene escaso sentido que mantengamos abiertas decenas de facultades universitarias para aparcar a miles de jóvenes y titularles cada año en grados que, vista su baja empleabilidad y sus bajos salarios, carecen de demanda.
En ese contexto, también adquiere todo su relieve la injusticia de que existan grandes diferencias en el acceso a la universidad como consecuencia de que distintos colegios y autonomías ejercen un rigor muy variable en cuanto a, respectivamente, sus notas de bachiller y sus pruebas de selectividad.
Como estamos comprobando estas semanas, cada autonomía aplica a sus pruebas reglas y estándares diferentes, con lo cual el principal “precio sombra” que pagan los estudiantes para acceder a la universidad (su nota de acceso) difiere en cada región, de modo que, para estudiar, por ejemplo, Medicina en, digamos, Salamanca, los jóvenes de Castilla y León han de “pagar” un precio mucho más alto, pues su nota de selectividad es mucho más costosa que la de las autonomías blandas. La injusticia es notable por existir esa correlación positiva entre la nota de corte de la selectividad y la tasa de empleabilidad de las diversas carreras, de modo que estamos regalando la posibilidad de estudiar las mejores carreras a estudiantes peor preparados, pero con familias dispuestas a pagar para que estudien fuera de su región de origen.
Pero también existen diferencias entre colegios. Por ello, sería necesario, no sólo un único examen de selectividad a escala nacional, sino también basar toda la nota de acceso exclusivamente en el examen, sin atender a las notas de bachillerato (que hoy pesan al 60%). Ello nos permitiría también comparar cómo funcionan los institutos y los sistemas autonómicos de enseñanza, generando esfuerzos de emulación en lugar de supuestas innovaciones que a menudo sólo satisfacen a quienes las diseñan.
La misma lógica es aplicable a las titulaciones. La libertad para tomar decisiones individuales lleva a buenos resultados si quien las toma está bien informado e interioriza las consecuencias de sus decisiones. En cuanto a la información, le ayudaría conocer mejor qué empleabilidad tienen y cuánto ganan los graduados no sólo de distintas disciplinas sino también los de cada universidad y cada centro. Son muchas las empresas que ya limitan su contratación a ciertos centros y algo parecido hacen los estudiantes, motivo de que existan notables diferencias en las notas de corte de una misma titulación entre distintas universidades. Pese a la escasez de información, tanto los empleadores como los estudiantes compiten por lo que creen que son los mejores graduados y las mejores carreras y centros. Mejoraríamos esa competencia si reforzásemos la transparencia sobre empleabilidad y rendimiento. Además, avanzaríamos hacia la igualdad de oportunidades si eliminamos las actuales injusticias en el acceso y dotamos becas generosas por rendimiento.
Llevamos ya décadas demostrando que somos incapaces de mejorar la enseñanza con reformas top-down. Es hora de cambiar de estrategia y probar reformas bottom-up, de modo que sea la demanda la que gobierne el proceso. En la versión más modesta de estas reformas, basta con potenciar y encauzar la competencia, proporcionando más información y ampliando la libertad para que todos los estudiantes puedan elegir en igualdad de condiciones. Es fácil de entender, de aplicar y de mejorar; pero su mayor ventaja también constituye su principal obstáculo: reduce el poder de gobernantes, planificadores y profesores.