Caballo regalado... ganancia de pescadores
Voz Populi, 23 de mayo de 2021
El Gobierno promociona como un regalo de 72.000 millones de euros a gastar en los próximos dos años y medio el “Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia” que ha enviado a Bruselas para su examen y autorización. El Plan habla 758 veces de “inversiones” pero tan sólo 37 de “costes”; sin embargo, esas inversiones se financiarán con deuda europea que habrá que pagar con impuestos adicionales. Es engañoso presentarlo como si fuera gratuito, cuando su parte en verdad gratuita —fruto de la solidaridad de otros países europeos— es incierta: está en el aire tanto que nos acepten el Plan como cuánto del mismo seremos capaces de ejecutar en tiempo y forma, así como quiénes —incluidos los españoles— vamos a pagar los nuevos impuestos con que se financiará.
Pero, siendo prácticos, hoy por hoy debemos tomar el Plan como un dato, con lo que los costes relevantes no son tanto esos impuestos, aún por establecer pero ya inevitables, sino los “costes de oportunidad” derivados de los distintos usos que podríamos dar a esos fondos. Si quien “invierte” o subvenciona es el Estado o la UE, el sector privado tiene necesariamente menos recursos. Incluso si lo vemos sólo a escala nacional, cada euro que nuestros políticos gasten para satisfacer las demandas de unos ciudadanos es un euro menos para atender las de otros ciudadanos.
Las prioridades europeas de gasto ya se ajustaban mal a nuestras necesidades, pero el Plan de Sánchez agrava el desajuste. Sus cuatro objetivos transversales buscan “avanzar hacia una España más verde, más digital, más cohesionada… y más igualitaria” y se concretan en que (con base en las cifras del resumen) destina el 39% de los fondos a medio ambiente, el 36% a subvenciones de actividades con énfasis ambiental, digital y de género; el 20% al complejo neoclerical que conforman cultura, ciencia y educación, y un 5% a servicios sociales y sanidad. Además, esta última cuenta con un ínfimo 1,54% (Italia prevé dedicarle el 9%).
Para un país que ya contamina menos que sus vecinos más ricos, hay, pues, mucho de capricho ecológico, que se lleva directamente un total de 26.808 millones, además del sesgo que introduce en todos los demás programas de gasto. Este gasto ecológico directo incluye la friolera de 12.205 millones para “movilidad sostenible, segura y conectada” y 3.165 millones para inflar otra burbuja de energías renovables, así como iniciativas tan etéreas como una “Hoja de ruta del hidrógeno renovable” (1.555 millones) o una “Estrategia de Transición Justa”, cuyo bonito nombre de importación comunitaria glorifica los 300 millones que se propone destinar a las antiguas comarcas mineras. (De mantenerse la tendencia, los lejanos descendientes de los mineros podremos seguir percibiendo ayudas mucho después de haber cerrado la última mina).
Tampoco podía faltar el regalo cultural, pues la “Revalorización de la industria cultural” se lleva 325 millones mientras que se propone potenciar un fantasmal “España hub audiovisual de Europa” con 200 millones; e incluso queda dinero para una guinda deportiva, gracias a un “Plan de fomento del sector del deporte” al que le han tocado 300 millones.
Estas cifras casi revelan en su pura redondez las denominaciones sociales, si no los apellidos, de los futuros beneficiarios, como lo hacen en la “Estrategia Nacional de Inteligencia Artificial”, dotada con 500 millones o en los 3.999 (ni uno más ni uno menos) dedicados a “Conectividad Digital, impulso de la ciberseguridad y despliegue del 5G”.
Palidecen a su lado los 3.400 millones que se pretenden dedicar al sector turístico. En esto del turismo, podría ser razonable un plan para adaptarlo a los desafíos de la era post-COVID, como llevan haciendo desde hace meses otros países con fuerte intereses turísticos, como Singapur. Sin embargo, el Plan pretende responder a los cambios en la demanda y la consiguiente necesidad de adaptar la oferta al mundo post-COVID insistiendo en los mantras pre-COVID de la “sostenibilidad ambiental” y la “digitalización”. El turismo representa entre el 12 y el 15% de nuestra economía, pero hoy por hoy no hay plan alguno para salir de la pandemia.
Los intereses identitarios son también protagonistas desde el momento en que uno de los cuatro “ejes” (al redactor se le coló un viejuno “objetivos”) persigue “la igualdad de género, especialmente a través de medidas transversales orientadas a elevar la tasa de empleo femenino, a mejorar, fortalecer y reorganizar el sistema de cuidados de larga duración, a elevar el potencial educativo, la igualdad de oportunidades y a reducir la brecha digital”. Da buena idea de este sesgo que el correspondiente “Análisis sectorial” de la igualdad de género ocupe 34 de las 343 páginas que abarca el resumen del Plan.
La ayuda europea viene con condiciones europeas: no sólo gastarla de modo que no siempre responde a nuestros intereses sino también aplicar reformas y, sobre todo, reducir el déficit fiscal. Es en esta lógica en la que debemos entender las subidas de impuestos y los recortes de servicios públicos implícitos en los cuatro últimos componentes del Plan. No incluyen ninguna “inversión” y más bien debemos verlos como “orígenes de fondos”. Son los programas en los que los redactores se han esmerado menos en renovar la habitual semántica orwelliana, pues a las gastadas coletillas de la “lucha contra el fraude fiscal”, la “Mejora de la eficacia del gasto público” y la “Sostenibilidad a largo plazo del sistema público de pensiones”, sólo añaden una reluciente “Adaptación del sistema impositivo a la realidad del siglo XXI”.
En estos cuatro epígrafes no se contemplan inversiones, lo que resulta un tanto extraño cuando el propio Gobierno acaba de dedicar 500 millones a reforzar la Agencia Tributaria; pero bien querríamos los ciudadanos saber su importe, que en realidad será negativo. Sólo podemos entrever su dimensión por la vía del “globo sonda”, que ha incluido en las últimas semanas las propuestas de suprimir los tipos reducidos del IVA, eliminar las deducciones en los impuestos sobre la renta de las personas físicas y los beneficios de las sociedades, subir las cuotas que pagan los autónomos a la Seguridad Social, introducir peajes en las autovías y retrasar la edad de jubilación.
El mérito de estas ideas es muy desigual; pero, en todo caso, convendría considerarlas a la vez que juzgamos si debemos o no reducir gasto público y en qué partidas. Y si debemos o no ampliarlo, como propone el Plan, para dedicar cientos y cientos de millones a subvencionar caprichos ecológicos y actividades en las que hoy por hoy carecemos de ventaja comparativa, como la inteligencia artificial o el hidrógeno. Eso por no hablar del fomento de la “emprendeduría innovadora”, que incluye 367,80 millones para que un buen número de funcionarios desarrolle “herramientas para el ecosistema emprendedor”. Máxime cuando, además, con la excusa de que tales gastos deben ejecutarse con rapidez, el Gobierno ha suprimido los mecanismos de control administrativo que tratan de contener la corrupción.
Comprenderán que semejante piñata milmillonaria esté motivando una gran carrera por repartirse el pastel. Es una carrera muy costosa porque operadores de toda índole (desde empresas a oenegés, desde científicos a periodistas, desde sindicatos a organizaciones de consumidores) reconducen su actividad en una dirección socialmente improductiva. De competir para producir y servir al cliente pasan a esforzarse en capturar rentas financiadas con los impuestos de todos. Las principales consultoras llevan ya meses operando grandes oficinas con cientos de empleados. Algo parecido hacen patronales y empresas (“¡Qué remedio!”, dicen); y, como no podía ser de otro modo, los propios políticos. Quizá deba entenderse en esta línea el que, pocos días después de presentarse el Plan, ya hayan abandonado sus puestos varios cargos del Gobierno, incluida la Secretaria de Estado de Economía, el Director General de Información Económica de la Presidencia y el responsable de la Unidad de Políticas Macroeconómicas y Financieras. Estén atentos a las puertas giratorias, pues peor sería que hubieran abandonado porque, conociendo el Plan, no quisieran tener que defenderlo en Bruselas.
Pese a sus pretensiones de transformar la economía, este Plan no es más que una lista de regalos hecha al gusto de nuestro actual Gobierno, que se ha reservado poderes discrecionales para distribuirlos. Regalos que en su mayor parte pagará Usted, con nuevos impuestos y con los sacrificios de todo tipo que habrá que hacer en cuanto se demuestre su ineficacia. Sería deseable que, por el bien de todos, nuestros socios europeos lo rechacen y ello obligue a todos a renegociar y reconsiderar radicalmente sus prioridades y contenido.