Basta ya de decorados institucionales
The Objective, 31 de julio de 2022
Como parte de las reformas comprometidas con la Unión Europea en el Plan de Recuperación, el Gobierno ha remitido un “Proyecto de Ley de institucionalización de la evaluación de políticas públicas” al Congreso para que éste lo tramite por el procedimiento de urgencia. Pretende “estructurar y reforzar el sistema de evaluación de las políticas públicas”; pero, a la vista de su contenido, sólo parece aspirar a cumplir el trámite con Bruselas y engordar la burocracia pública. Para ello, recrea una pomposa “Agencia Estatal de Evaluación de Políticas Públicas”, en cuyo diseño repite los vicios de la antigua “Agencia Estatal de Evaluación de la Calidad de los Servicios y de las Políticas Públicas”, creada en 2007 con el mismo fin, sólo para ser suprimida diez años más tarde.
La evaluación de políticas públicas goza de buena prensa entre los científicos sociales; pero, como comenté aquí hace unas semanas, presenta riesgos notables, pues de poco vale dedicar recursos a evaluar si la información producida no se usa para decidir; o si los propios órganos de evaluación dependen del decisor, de modo que acaban actuando como mero instrumento de propaganda. Es asunto grave porque, si estos organismos decorativos nunca salen gratis, cuestan aún más en la actualidad, cuando los staffs técnicos de los ministerios, a diferencia de sus gabinetes de comunicación, están infradotados de recursos.
Este Proyecto de Ley confirma plenamente ambos temores. Impone “una mirada global, sistémica y holística” para subordinar la evaluación de costes y beneficios al logro de objetivos políticos del calibre de la “lucha contra la inequidad”; y, sobre todo, sitúa a la Agencia de Evaluación dentro de la Secretaría de Estado de la Función Pública y, por tanto, bajo la autoridad del propio Gobierno que ha de decidir sobre qué hacer con las políticas evaluadas; Gobierno que podrá, además, elegir discrecionalmente qué políticas se evalúan y cuáles no.
Pese a lo reiterado del fracaso, tanto la Comisión Europea como muchos de nuestros científicos sociales insisten en que España debe potenciar la evaluación de las políticas públicas. Creo que, hoy por hoy y pese a sus buenas intenciones, se equivocan. Ciertamente, en un “Estado Regulatorio” como el que nos hemos dado, esa evaluación puede ser útil, pero sólo si se dan dos condiciones que ahora mismo distan de cumplirse en España.
La primera es que los decisores políticos estén dispuestos a considerar esas evaluaciones. No parece ser éste el caso, un hecho que deberíamos tomar como punto de partida, tanto del análisis como del diseño institucional. Además, no culpen sólo a los políticos, pues tampoco parece que sus votantes les exijan gobernar con base en algo parecido a la evidencia científica. Mientras la calidad del debate político siga bajo mínimos, la evaluación institucionalizada de costes y beneficios tendrá un vuelo muy corto. Sin apoyo social, sólo sirve, como mucho, para mejorar las posibilidades de empleo de los encargados de elaborarla; y con el riesgo antedicho de empeorar la calidad del debate público.
La segunda es que la independencia de este tipo de órganos evaluadores y regulatorios es inasequible mientras no fortalezcamos la separación entre los tres poderes del estado. Con el actual control del poder legislativo por el ejecutivo, es inútil hacer depender los organismos independientes del Parlamento, como aún se suele proponer. Además, si, por azares políticos coyunturales, un nuevo órgano de esta índole naciera dotado de independencia, ésta resulta insostenible si no cuenta con el respaldo de unos tribunales independientes, capaces de sostener sus decisiones tras ser litigadas y de blindar a sus cargos contra nuevas leyes dirigidas a sustituirles o a coartar su independencia (recuerde el caso de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia).
Todo ello por no mencionar que, mientras tanto, existe el riesgo de que la independencia ocasional del nuevo organismo se use para organizarlo con menor sujeción a los controles establecidos para la contratación pública. No es raro, por ejemplo, que tiendan a pagarse sobresueldos y a contratar al personal de forma un tanto discrecional, con endogamia y hasta nepotismo. Curiosamente, este tipo de discrecionalidad suele contar con la pasividad, si no aquiescencia, de los mismos gobernantes que se muestran reacios a que el organismo decida de forma independiente sobre sus competencias funcionales. El motivo es que esos sobresueldos y esa tolerancia contractual y organizativa son idóneos para generar dependencia interna y externa: al pagar más a personas menos cualificadas, esas rentas las hacen más obedientes.
Las instituciones no se pueden empezar a construir por el tejado. Requieren unos cimientos y una estructura sólidos. Sin ellos, la insistencia de la Comisión Europea en aplicar fuera de su contexto lógico lo que cree que son “buenas prácticas” de regulación y evaluación; y la ofuscación de nuestros ilustrados, aparentemente incapaces de aprender de su frustración periódica, facilita que los gobiernos creen estos organismos Potemkin, cuya utilidad es doblemente discutible. No sólo son ineficaces a corto y medio plazo, sino que su precipitada creación pone en peligro la posibilidad de contar algún día con organismos funcionales.