Auditoría obligatoria, expectativas infundadas

The Objective, 2 de abril de 2023

La crisis bancaria de estas semanas debería llevarnos a revisar buena parte de las regulaciones que ordenan la vida, no sólo de la banca, sino de todas las medianas y grandes empresas.

Empezando por la auditoría. El hecho de que el auditor del Silicon Valley Bank (SVB) no detectara ningún problema quince días antes de su quiebra lleva al inversor a preguntarse para qué sirven la auditoría obligatoria y, por añadidura, todos los sistemas de vigilancia y compliance que han proliferado en los últimos años por mandato legal.

En el caso del SVB, su auditor, la firma KPMG, avaló sin salvedades las cuentas de 2022 el pasado 24 de febrero, pese a que sus depósitos habían caído un 13 % desde el segundo trimestre de 2022 hasta final de año. Esa caída creaba un grave riesgo de liquidez en un banco que había invertido su activo en bonos a largo plazo, financiándolos con depósitos a corto y en su mayor parte no asegurados, por lo que era notable el riesgo de una huida masiva de depósitos.

Cierto es que, aunque el valor de mercado de los activos de SVB era inferior al de sus deudas desde el último trimestre de 2022, mientras esos bonos no se vendieran y estuvieran registrados por su valor nominal, no es labor del auditor alertar públicamente del riesgo, sino tan sólo advertir del mismo en privado a los directivos.

Pero también es cierto que, al menos desde febrero, ya se aceleraron las salidas de depósitos, lo que forzaba a aflorar las pérdidas escondidas en el activo, motivo de que el banco intentase sin éxito recapitalizarse y liquidar parte de su cartera de bonos. Además, el auditor sí debe informar sobre circunstancias que puedan poner en peligro la supervivencia de la empresa, aunque ocurran después del cierre de libros pero antes de su firma. No está claro que el 24 de febrero, cuando firma “sin salvedades” la auditoría de 2022, el auditor de SVB supiera de la huida de depósitos de febrero ni de los planes de recapitalización. Pero sí debería saber al menos que el día anterior, el 23 de febrero, un boletín de noticias muy leído en el sector tecnológico había suscitado el pánico, al señalar que, a precios de mercado, SVB ya era insolvente desde el último trimestre de 2022.

Se nos dirá que en el mercado existe una brecha en cuanto a las expectativas de qué es y para qué sirve la auditoría, de tal modo que depositantes e inversores esperan de ella lo que no puede dar. Se nos dirá que la auditoría no es más que un control esencialmente formal de la adecuación técnico-contable de los estados financieros; y que si los directivos engañan al auditor, éste no es responsable y que cumple con sus obligaciones con sólo seguir unos ciertos procedimientos. Por eso la auditoría suele acompañarse de una “carta de manifestaciones” en la que los directivos se responsabilizan de la formulación de las cuentas anuales y de todos los riesgos imaginables asociados a ellas.

Todo ello es cierto; pero eso no resuelve, sino que agrava el problema, en la medida en que haya sido esa falsa expectativa la que justifica que todas las empresas de cierto tamaño hayan sido obligadas a auditar sus estados contables. Si la auditoría no sirve para evitar o al menos alertar de un caso tan obvio como SVB o de algunos de los que sufrimos en España hace poco, ¿por qué obligar a que todas las empresas hayan de pagarla?

Nuestras leyes obligan a auditar sus cuentas a toda compañía que durante dos años consecutivos reúna dos de estas tres características: más de 2,85 M€ de activo, más de 5,7 M€ de cifra de negocios y más de 50 trabajadores; por tanto, ha de auditar sus cuentas toda empresa mediana. Podría tener algún sentido obligar a las empresas que vendan acciones o bonos en bolsa, pero no tanto a las financiadas privadamente: quienes las financian son profesionales. Si realmente valoran la auditoría, tanto ellos como los representantes laborales están en condiciones de demandarla, negociando incluso un auditor que sea de su confianza. De hecho, casi tres de cada diez auditorías que se hacen en España son voluntarias.

Por el contrario, la imposición legal de auditoría, además de crear una demanda cautiva, trivializa a la propia auditoría y hace creer al inversor minorista que los estados contables son más fiables de lo que realmente son. En gran medida, la propia regulación es fruto y confirma unas expectativas exageradas. Recuerden, por el contrario, cómo antes de que la Ley 19/1988 introdujera la auditoría obligatoria, las empresas mejor gestionadas competían entre sí voluntariamente por presentar sus cuentas bien auditadas.

Como consecuencia de esa obligación masiva, la auditoría contable creció enormemente en su día, para beneficio momentáneo de sus profesionales; pero se ha acabado convirtiendo en una commodity menos relevante, cuando no en un producto de “enganche” para prestar otros servicios más rentables. Todo ello para desgracia de las empresas, que han de adquirir un servicio de utilidad dudosa; pero también de sus clientes, que, en esa medida, acaban pagando precios un poco más altos; y de sus trabajadores, condenados a ser menos productivos, y a percibir, por tanto, salarios un poco más bajos.

Si estoy en lo cierto, convendría reconsiderar la obligatoriedad general de auditoría, elevando al menos los umbrales para que ésta sea obligatoria sólo para las grandes empresas o, más lógico, sólo para aquellas que venden valores en bolsa; así como aliviar el enforcement a la manera alemana. De forma ya sea alternativa o complementaria, cabría también repensar los incentivos que pesan sobre los participantes, abandonando medidas que ponen en peligro la competencia, como la rotación obligatoria, y centrándose en establecer mecanismos más efectivos de responsabilidad.

También convendría aplicar estas medidas a otras obligaciones de compliance con el que la auditoría comparte muchas características, incluida su brecha de expectativas. Un compliance cuya obligatoriedad también ha proliferado en los últimos años, de modo que ya abarca materias tan diversas como los riesgos penales y laborales, la protección de datos, la igualdad retributiva y pronto, si nada lo remedia, la diligencia en asuntos de sostenibilidad. Esta nueva venta de indulgencias ha crecido tanto que merece comentario aparte.