Amor, odio y razón del low cost

The Objective, 8 de diciembre de 2024

Las aerolíneas de bajo coste han revolucionado el transporte aéreo ofreciendo tarifas económicas a cambio de prestar un servicio básico y cobrar aparte todo tipo de extras, desde el derecho a cancelar o cambiar el billete, las consumiciones durante el vuelo, las reservas de asiento o el transporte de equipaje. Cada pasajero puede comprar o no estos extras según sus necesidades y preferencias. Con ello se evita el derroche y que unos pasajeros estén obligados a subvencionar a otros.

Claro está que lo que se incluye en el servicio básico y el extra, y los precios de ambos, han ido cambiando con el tiempo. Hace años, los precios estaban regulados por el Estado y, en la medida en que las aerolíneas competían, sólo lo hacían regalando extras “gratuitos” a los usuarios. Al aumentar la competencia, empezaron a bajar los precios pero también a cobrar por esos extras, lo que evita esas subvenciones entre usuarios y genera un uso más eficiente de los recursos, haciendo posible reducir el precio total. No obstante, también genera numerosos conflictos, sobre todo cuando los usuarios peor informados creen haber adquirido un servicio completo pero de hecho sólo han comprado el básico.

En España, ha causado polémica la multa récord, de 179 millones de euros, que impuso hace pocas semanas el Ministro de Consumo a varias aerolíneas. Las sanciones se concentran en prácticas que el Ministerio considera abusivas, como el cobro por el equipaje de mano, la asignación de asientos contiguos para menores o personas dependientes, y la impresión de las tarjetas de embarque en el aeropuerto. Las aerolíneas han anunciado recursos judiciales pues defienden que sus políticas están amparadas por la libertad de las empresas para diseñar sus productos y fijar sus precios.

El Ministerio cuestiona también la falta de claridad en los precios que publican las páginas en internet de algunas compañías, acusándolas de omisiones deliberadas para inducir a error al usuario. En principio, este aspecto ofrece menos dudas: si una compañía engaña al cliente debe ser castigada, tanto en su reputación comercial como en sede judicial, y si existe un organismo regulador es lógico que también tome medidas al respecto. Cada caso ha de ser analizado por separado pero, por desgracia, no es fácil establecer qué información es suficiente ni cómo de diligente ha de ser el usuario a la hora de leerla.

Los demás aspectos del caso son incluso más complicados, pues no sólo se enfrentan dos modos de estructurar el servicio —más o menos modulable a gusto de las partes—, sino que distintos tipos de usuarios y compañías valoran ambos modos de manera diferente, por lo que tienen intereses contrapuestos: el usuario que prefiere el básico no quiere subvencionar los lujos de los demás. Por si fuera poco, todo cambia a lo largo del tiempo. Por un lado, mucho usuario que acepta hoy voluntariamente un servicio básico mañana reclama haber adquirido un servicio completo. Por otro, la eficacia de ambos modelos y las preferencias de ambos tipos de usuarios cambian en el tiempo a medida que adquieren información sobre cuál es la práctica habitual y qué incluye el servicio básico. De modo similar, los incentivos a largo plazo de las empresas, ligados a su reputación, no siempre son eficaces para contener los de sus empleados, a menudo más orientados al corto plazo.

Idealmente, querríamos que tanto empresas como pasajeros tuvieran buenos incentivos para descubrir y atender a sus verdaderos deseos, pero no sólo en un momento dado sino a lo largo del tiempo, lo que exige considerar las actividades que desarrollan las empresas para averiguar cómo distintos tipos de usuarios valoramos realmente los distintos componentes del servicio, así como las actividades de cada uno de esos tipos de usuarios para aprender a usarlos y contratarlos.

En el caso del low cost aéreo, las preguntas esenciales se refieren a quién sabe más y quién está mejor motivado para tomar decisiones en estas materias. ¿Sabe más Michael O’Leary, CEO de Ryanair, la aerolínea que trajo el modelo low cost a Europa; el ministro Bustinduy, que parece mantener una visión maniquea de las relaciones contractuales; o el juez generalista que le toque decidir un litigio de presunto engaño o abuso? De modo similar, ¿quién tiene mejores incentivos? ¿Un CEO que pone en juego cada día y con cada cliente la reputación de su compañía (¿por qué, si no, las low cost tienen un récord de seguridad similar —y en Europa mejor— que el de las demás aerolíneas?), un ministro que se debe a unos votantes con intereses contrapuestos, preferencias contradictorias e información imperfecta, o un juez que habrá ganado su plaza en unas oposiciones en las que ha de recitar leyes no siempre sensatas? Ambas preguntas afectan a todos los componentes del servicio. Por ejemplo, al considerar abusivos algunos precios cobrados por imprimir la tarjeta de embarque en el aeropuerto, se olvida que la presencia de costes fijos hace que el coste unitario crezca enormemente cuando se pasa de imprimir miles de tarjetas a imprimir sólo unas pocas, aparte de si no debemos valorar como externalidad positiva el que esos precios nos enseñen a llevarlas en el teléfono.

En general, si nos preguntamos qué soluciones nos acercarían más a los verdaderos deseos de los usuarios, temo que la perspectiva que manejan a menudo nuestras autoridades de consumo sea demasiado estrecha y un tanto estática y cortoplacista, con lo que se arriesgan a impedir la innovación y congelar las prácticas de los sectores productivos. Será un buen test al respecto ver en qué acaba quedando la multa tras seguir un proceso judicial que promete ser largo. Nuestras autoridades y, con menor frecuencia, nuestros jueces suelen olvidar que la competencia ya asegura que si el servicio es malo el precio sea mínimo. Como señalaba su artífice, “Ryanair ha utilizado durante muchos años las tarifas por equipaje y tarjetas de embarque para cambiar el comportamiento de los pasajeros y trasladarles ese menor coste mediante menores precios”.

Por eso, las autoridades deberían centrar su atención en los monopolios. Como diariamente ponen de relieve los problemas de RENFE, es en ellos donde el usuario está más indefenso. No me refiero sólo a que RENFE haya tomado por costumbre abandonarlos en medio de la nada, sino a que, cuando pretenden reclamar la menguante indemnización por retraso, comprueban que han de esperar más de 24 horas, que la correspondiente aplicación está diseñada para desanimarles y que RENFE no entiende como “llegada” la apertura de puertas sino una irrelevante “entrada en estación”. También a lo mal que gestiona el conflicto entre tipos de pasajeros, a algunos de los cuales permite abusar las teóricas restricciones de equipaje, a costa de la comodidad del resto de pasajeros y poniendo a todos en riesgo en caso de accidente. Todo ello sin que al Ministerio de Consumo le preocupe, como tampoco parece preocuparle el que RENFE pretenda pleitear contra los pocos competidores que han osado ofrecer precios bajos en los trenes que operan en España.